Cosme
XX Edición18 de enero de 2021Nueve de la noche, Ciudad de México. El tránsito vehicular disminuye. Es jueves, un día antes de la quincena. Entre la pandemia y las bajas temperaturas propias de invierno, los automovilistas sólo quieren llegar a casa. Son las 9:30 de la noche y la luz roja del semáforo no es más que un obstáculo que retrasa 30 segundos más su camino. Miguel es una víctima más de esa luz roja. Fastidiado, harto de la jornada diaria, rechaza el servicio de un escuincle que se acerca con un bote lleno de agua con jabón apuntando a su parabrisas. Le calcula unos 10 u 11 años, no es la primera vez que lo ve, de lunes a viernes el niño ofrece el mismo servicio en el mismo crucero y la respuesta de Miguel siempre es no. Seguramente el joven, pero experimentado limpiador de vidrios, también ubica a Miguel y sabe que siempre lo rechaza, mas como buen emprendedor no desiste y sigue ofreciendo su trabajo, algún día caerá. Miguel no siente lástima por él, lo ve más como una imagen habitual de esta peculiar ciudad. Sin embargo, la pandemia le ha ablandado un poco el corazón como a muchos y piensa, “le traeré un par de playeras que ya no usemos en casa”, ha visto que son varios los menores que trabajan ahí. Observa por su retrovisor que el muchacho imberbe sigue su camino entre los carros siendo rechazado por todos, su playera rota se agita con el aire. El carro de atrás toca el claxon, la luz está en verde, Miguel reacciona y sigue su camino, mañana pasará de nueva cuenta por ahí al regresar de su trabajo para cumplir con la entrega de playeras.
Cosme sabe que es momento de irse. No ha recibido una sola moneda en los últimos quince minutos. Por alguna razón los clientes que pasan después de las 9 de la noche son los menos generosos. Camina de vuelta al roble que está junto al poste del semáforo y que durante el día les da sombra. Vacía su bote de agua con jabón, se limpia cara y manos con su playera y después se la cambia por una que tiene menos hoyos y está seca. Platica un poco con sus compañeros de semáforo: Quique y Pepe, también limpiavidrios, y Marcelo, un payasito de esos que usan un par de pelotas gigantes en las pompas y las mueven al son de una rumba imaginaria, un espectáculo un poco atrasado a nuestras épocas. Quique y Pepe hacen el mismo ritual de Cosme, mientras que Marcelo se desmaquilla y se quita su traje barato. Instantes después los cuatro emprenden camino a casa. Esperan la luz roja, dejan su camellón y cruzan la avenida. Quique, Pepe y Marcelo toman rumbo hacia el semáforo de la siguiente cuadra en donde se encontrarán con sus padres que venden chicles y cigarros. No hay de otra, hay que chambear para poder comer. A diferencia de ellos, Cosme no ejerce este oficio por tradición familiar, conoce a sus padres pero escapó de casa a los 9, se hartó de los golpes y el alcoholismo. Ahora vive en un albergue de menores ubicado a unos minutos de su lugar de trabajo. Inició en este negocio hace poco más de un año, es dinero seguro y fácil, dice.
Antes de regresar a casa, Cosme hace una pausa en una panadería donde cambia sus ganancias diarias, esta vez son 150 pesos de pura moneda. Pide dos billetes, uno de 100 y otro de 50, ahora las bolsas de su pantalón pesan menos y valen lo mismo. De ahí camina a la taquería de Don Chuy. Como cada semana pide sus tres tacos de suadero y dos de longaniza. “Ahora sin cebolla, Don Chuy”, exclama. No quiere que un olor fétido estropeé la plática que en unos minutos tendrá con esa persona especial. Son casi las 10 de la noche y Cosme se apresura con su quinto taco y los últimos tragos de su coca, la cual siempre es cortesía de Don Chuy. Después de un suspiro paga su cena con el billete de 50. Da las gracias y como buen muchacho educado dice -provecho- al par de comensales que compartían la barra de lámina con él. Camina hacia el albergue, Ana también está a punto de llegar. -Es hoy o nunca-, esa idea ha pasado por la cabeza de Cosme durante todo el día. Por más de un mes ha trabajado algunas horas extras en el crucero para ahorrar dinero e invitar a Ana por un helado y luego quizá al cine. Trescientos pesos logró juntar, por eso la determinación de llegar, platicar un poco y soltar su flecha cargada de amor. Hoy Cosme conseguirá su primera cita o tendrá su primera decepción amorosa.
Cosme y Ana se conocieron hace no mucho en el albergue. Él lleva más tiempo como residente. Hasta hace dos años era un niño víctima de maltrato y violencia familiar. Cosme fue un accidente de juventud. Su padre drogadicto y su madre alcohólica nunca tuvieron interés en su bienestar. Los primeros años de su vida fueron buenos porque estuvo bajo el cuidado de su abuela. Cuando recién cumplió 7 un infarto acabó con la vida de mamá Toña, entonces empezó el calvario. Los golpes contra su madre y contra él se volvieron costumbre. Dejó la escuela y el único contacto con otras personas era cuando se escapaba un par de horas para jugar con los amigos de la vecindad. Así pasó un año. Su ejemplo de adulto a seguir era el padre de su amigo Pepe, que al llegar del trabajo cargaba y saludaba con una sonrisa a su hijo y luego le compraba un jugo a cada quien. -De grande voy a ser como él, trabajaré y cuidaré mucho a mis hijos- pensaba Cosme. Breves y efímeros momentos de felicidad que nuestro protagonista recuerda con cariño. Un día de tantos, Tomás, el padre de Cosme, llegó más violento que de costumbre. Esta vez no traía una botella en sus manos, sino una pistola. Entró a la casa, quitó a su hijo del camino con un manotazo y con la otra mano, la de la pistola, amenazó a la madre del pequeño ordenando que le preparara la cena, ella, casi inconsciente por el alcohol, lo ignoró y comenzó la golpiza. Un par de chachazos y la sangre comenzó a escurrir. Tomás vació las bolsas de su pantalón, traía varias carteras, y enseguida volteó a ver a Cosme, era su turno. El pequeño aterrado salió corriendo del cuarto mientras escuchaba la risa burlona de su padre. Afuera de la vecindad aún la oía, corrió tan lejos hasta que los ecos desaparecieron. Por primera vez en la vida se sintió tranquilo.
Ya era muy noche y no sabía dónde estaba. Agitado, Cosme optó por caminar hasta que encontró un lugar que le inspiró confianza, una cafetería de esas de 24 horas. Su dueña le permitió pasar ahí la noche y al día siguiente lo llevó al albergue Vidas mejores de Don Julián, un hombre viudo que abrió ese espacio hace unos diez años en memoria de su esposa que murió de cáncer. Nunca pudieron tener hijos. Tras su fallecimiento, Don Julián decidió invertir todo el dinero que habían ahorrado para tener una vejez tranquila en un hogar que diera cobijo a los menores que más lo necesitaran, creyó que compartir lo poco que tenía era la mejor forma de honrar a su amada.
Cosme se adaptó rápido a las reglas del albergue en el que apenas caben 15 menores. Llegó en épocas decembrinas, nunca había tenido una navidad tan feliz como aquella. En ese momento supo que ese lugar le ayudaría a ser una mejor persona que su padre.
Desde el inicio Don Julián le propuso entrar a la escuela, el chiquillo se negó y prefirió trabajar como barrendero en esa misma panadería donde ahora le cambian sus monedas. Ahí se dio cuenta que el comercio y los servicios callejeros dejaban más que ocho horas de trabajo, y fue así que buscó una oportunidad en el semáforo más cercano. Al inicio a Don Julián no le gustó la idea, pero al ver las ganas de Cosme no pudo negarse. Además, a sus 65 años no tenía la misma energía para imponerse. Mejor se limitaba a disfrutar la compañía de sus huéspedes. Siendo sinceros ya hacía mucho al sostener ese lugar con un par de subsidios del gobierno y donaciones de conocidos.
Cumplidos los diez y, afianzado como limpiaparabrisas, Cosme soñaba con ahorrar dinero para algún día dejar esa chamba y comprarse su propio auto, claro, el sueño incluía una novia con la que pudiera pasear por la ciudad como muchos de sus clientes.
Entonces llegó Ana. Una niña de 14 años, amiga de Pablo, un adolescente que también vivía en el albergue y que era conocido por su trabajo nocturno, según él como cuidador de autos en una zona cercana de restaurantes. Ana le dijo a Don Julián que ella hacía lo mismo y que la habían corrido de su casa por dejar la escuela, prometió que solo estaría unos meses ahí. No tenía más familia. El señor de buen corazón no le negó el techo.
Al verla, Cosme tuvo una sensación extraña dentro de sí, en su primera plática esa sensación se convirtió en una explosión de sentimientos. Pasaron varios meses, más de los que Ana prometió, y la amistad entre ambos creció. Coincidían entre semana a la hora de la llegada, pero no los fines de semana ya que Ana y Pablo regresaban hasta la madrugada con el pretexto de que esos días las jornadas de trabajo se extendían. Para Ana era agradable tener charlas nocturnas con Cosme en los pasillos del albergue, lo veía como un hermanito menor. Él, en cambio, sentía que flotaba al escuchar su voz y más aún cuando reía porque se le dibujaban unos pequeños hoyuelos en los cachetes que la hacían ver más hermosa. Eso sin mencionar el delicado aroma del perfume de vainilla que emanaba de su cuerpo. El sueño de Cosme comenzaba a cristalizarse con la llegada de Ana a su vida.
En su cumpleaños 11, la edad en la que acaba la niñez, nuestro pequeño amigo tuvo un discreto festejo en el albergue. Ese día fue el parteaguas. Ana le regaló una pequeña brújula, y le dijo que la usara para que nunca perdiera el camino a casa. Ésa era la señal, según Cosme, de que su amor sería correspondido. Desde entonces cargaba la brújula a diario como el tesoro más preciado y Ana se convirtió en su inspiración para ser un mejor muchacho.
Inició su plan de conquista: trabajar horas extras para ahorrar dinero, invitarla a salir y declararle su amor. Tras recibir el sí -imaginaba- serían felices de por vida.
Mientras Cosme echaba a volar su corazón, Ana seguía con la misma rutina. Trabajaba en las tardes-noches, y fines de semana hasta la madrugada. Con casi 15 años cumplidos tenía intereses muy distintos a los de su enamorado, sin embargo lo quería. Le encantaba su forma de ser, añoraba encontrar a un chamaco de su edad con esa misma pureza.
Regresemos entonces a aquel jueves por la noche. Cosme vuelve de la taquería con el pulso elevado repasando una y otra vez el discurso que culminará en la invitación. Sabe muy poco sobre el amor, pero tiene la certeza de que la sinceridad será su mejor arma para conseguir el sí de su amada.
Llega primero él, camina de un lado a otro sobre el pasillo. Diez minutos después Ana aparece acompañada de Pablo, quien al ver a Cosme sonríe y sigue su camino, dándole un ligero golpe en la cabeza. Lo estima, sabe que el niño está enamorado de su amiga, situación que le causa ternura.
Por fin solos, Cosme se recarga en la pared, Ana se para frente a él. La estatura es casi la misma, ella es bajita para su edad. Empiezan la plática como siempre, cada quien relata su día. Luego, un silencio. Es el momento. Ana sonríe y Cosme habla. -Ahorré un dinero y quiero invitarte a salir mañana- dice con una voz quebrada por los nervios. Los hoyuelos de Ana se marcan más, toma las manos de Cosme y mueve la cabeza dando un sí. Él se queda mudo, ella, con más experiencia, dice -te veo mañana a las 6 en la zona de restaurantes-. Le da un beso en la frente y camina hacia la habitación que comparte con las otras cuatro niñas del albergue. Unos segundos y Cosme regresa a la realidad, suspira y se va a dormir con una sensación en el estómago nueva para él.
Al día siguiente, viernes por la mañana, no ve a Pablo ni a Ana en los pasillos ni en el desayuno, al parecer salieron muy temprano a trabajar, Cosme supone que Ana lo hizo para desocuparse más temprano y acudir a su cita. Por tanto, él hace lo mismo. Toma su franela, botella con agua, un poco de jabón y camina hacia el semáforo.
A las cinco de la tarde, Cosme se despide de sus compañeros. -¡Tengo una cita!- les presume antes de correr hacia el albergue para dejar sus cosas y vestir su mejor atuendo: una vieja camisa azul, pero al fin camisa y un pantalón de mezclilla. Claro, no podía faltar su brújula en una de sus bolsas. Quince minutos antes de las seis, sale hacia la zona de restaurantes.
Ana se encuentra ahí desde la mañana con Pablo y otros amigos que son un poco más grandes. Los viernes de quincena su jornada laboral inicia muy temprano. La razón, cientos de transeúntes, o mejor dicho, posibles víctimas que entregan su dinero al ser amenazados con una navaja o un picahielo. Sí, Ana ha mentido.
Cosme camina despacio hacia el punto de encuentro. Sus manos en los bolsillos, una de ellas jugando con la brújula que lo guiaría siempre. Llega puntual a la cita, Ana está recargada en un auto cuyo dueño seguramente come en alguno de los restaurantes. Se saludan de beso en el cachete, Cosme se percata de que no está sola, Pablo y los demás están del otro lado de la acera. -¿Vamos?- pregunta él, señalando los helados. Ella asiente y hace una seña a sus compañeros. Ya en el local cada uno disfruta su copa de napolitano. Cosme pregunta cómo le ha ido con los carros, Ana responde que han tenido mucho trabajo, -¿Te gustaría acompañarnos cuando terminemos el helado?- pregunta. Cosme no sabe qué pensar, su plan de ir al cine parece estropearse, después de la película le confesaría su amor. Por otro lado, lo importante es estar juntos y toma como un halago que la mujer de sus sueños lo invite a trabajar con ella.
Terminan el napolitano y Cosme se apresura a sacar un billete de 100 para pagar la cuenta. Ella ve esta acción y sonríe con ternura. Regresan al punto de encuentro. Ana le pide esperar unos minutos y va con sus amigos, platica algo con ellos y regresa. Lo abraza, lo agarra de sus cachetes y le da un picorete en los labios. Cosme queda anonadado, una parvada de mariposas recorre su cuerpo. Su primer beso y lo recibió de la mujer perfecta. Con sentimientos distintos, o quizá no tanto, Ana no entiende por qué lo hizo, supone que por la ternura que le causa el niño, aunque más bien podría ser porque hasta ese momento ningún hombre le había prestado tanta atención y demostrado tal cariño. Después del fugaz y romántico momento, Ana saca un pequeño cuchillo y lo pone en las manos de Cosme, quien reacciona con una expresión de asombro. No dice nada, aún sigue flotando por el beso. Ana lo toma de las manos y le guiña un ojo -ven, acompáñame- lo guía hacia donde están Pablo y los demás.
Cosme por fin reacciona, el puñal sigue en su mano, lo guarda en la bolsa de su pantalón, junto a la brújula. Se unen al grupo, donde un tipo rapado de unos 20 años da indicaciones -Pablo y Ana vayan a Carranza, nos vemos en 15- les ordena. Entonces toman camino a esa calle. Ana no suelta la mano de Cosme quien por fin le pregunta -¿qué haces, qué haremos?-. Ana se frena en seco, sabe que le debe una explicación. -Mi niño, perdóname. No cuido carros, robamos, arrebatamos cosas, esto sí deja dinero. No dañamos a nadie, sólo los amenazamos. Limpiando vidrios nunca podrás dejar ese albergue. Confía en mí, estaremos bien, yo te voy a cuidar-. Cosme no entiende muchas cosas, siente un vacío, ¿por qué Ana le mintió? ¿Por qué tiene que hacer esto? ¿Por qué él tendrá que hacerlo? Si prometió que no sería como su padre. Se queda callado, diseña un plan en segundos: seguir la corriente por el momento y después ayudar a Ana a corregir el camino, quizá llevarla con él al semáforo o conseguirle un empleo en la panadería. Pablo, que mira la escena, jala a Ana del brazo para que sigan su camino, Cosme y Ana se entienden con la mirada, una mirada cómplice, y los tres avanzan.
Llegan a la esquina de Carranza para elegir a la siguiente víctima. Pablo y Ana observan sigilosos, cuando se escucha un grito. -¡Es ella, ella me amenazó y se llevó mi bolsa!- los tres voltean y ven a una mujer de mediana edad que señala a Ana y que está acompañada de dos policías. Empieza la persecución, Pablo se separa, Ana no suelta a Cosme, los dos oficiales los siguen a ellos. -¡Pinche vieja!- dice Ana. Cosme corre con todas sus fuerzas al lado de ella, no puede entender como su primera cita, la cita perfecta, se ha convertido en una historia de policías y ladrones.
Así recorren más de cinco calles, un oficial ya está rezagado, el otro no desiste y ya lleva la pistola preparada. Cosme no puede más, dan la vuelta en una esquina, él suelta la mano de Ana y se esconde detrás de un muro. Confía en que el policía pasará de largo. -¡No!- grita ella, pero no se detiene y sólo voltea hacia atrás para ver a Cosme, parece una mirada de despedida. El plan de Cosme funciona, el oficial pasa el muro sin notar su presencia, pero justo un par de metros adelante se detiene y apunta su arma contra Ana. Entonces el niño no duda, en segundos saca la navaja de su pantalón da tres pasos y lo clava en la espalda del policía, quien grita y alcanza a soltar el disparo pero sin tino. Cosme da un par más de clavadas. En ese momento llega el segundo oficial que nunca perdió el rumbo de la corretiza, observa la escena y dispara dos veces en defensa de su compañero. Ana mira todo desde lejos. Grita, llora pero sus sollozos se pierden entre los de otras personas impactadas por el hecho. No regresa, se queda unos segundos entre la multitud y luego se pierde pidiendo perdón a lo lejos.
Cosme queda tirado boca arriba, aún está consciente pero tiene la mirada perdida. Las balas perforaron su espalda, una a la altura del pulmón. Voltea a su izquierda y ve al oficial que hirió, está boca abajo inmóvil y quejándose. Busca a Ana, no la encuentra y siente alivio, sabe que logró escapar. Mira al otro lado, el segundo oficial camina hacia él hablando por su radio. Cosme mira al piso y ve su brújula, la tiró al sacar la navaja, una lágrima rueda por su mejilla, sabe que ha perdido el rumbo, ha perdido todo. El oficial justiciero lo ignora y auxilia a su compañero que se desangra por las heridas a la altura de la costilla. Cosme ve que un mundo de gente los rodea. No pierde de vista su brújula, cada vez le falta más el aire, una niña se zafa de los brazos de su madre, se acerca a ella y la recoge, es la última imagen que Cosme ve, piensa en Ana, suspira y cierra los ojos.
Por fin llega la ambulancia, Cosme ya no tiene signos vitales. Colocan una sábana blanca sobre su cuerpo, el oficial es atendido y subido a la ambulancia. En minutos vendrán por el cuerpo, la gente comienza a dispersarse. Un chamaco más que acaba muerto por andar de rata, murmuran.
En tanto, Ana regresa al albergue. No puede dejar de llorar. Recoge sus cosas, sabe que la policía no tardará en identificar al pequeño y dar aviso a Don Julián. Hace su maleta y entra a la recámara de los niños, visita la cama de Cosme, abraza su almohada y al levantarla descubre una pequeña caja de chocolates con una etiqueta que lleva su nombre, seguramente Cosme se la regalaría cuando regresaran de su cita. No se atreve a tomar el regalo y abandona el albergue. Don Julián la ve salir pero no hace preguntas, no es la primera vez que un adolescente deserta sin decir adiós. Le desea lo mejor en sus pensamientos. No será la única baja ese día. Pablo tampoco regresará. Son ya las 9:30 de la noche y todo sereno. Viernes de quincena, más tráfico de lo habitual. Quique, Pepe y Marcelo han tenido un buen día. Están a punto de terminar su jornada. Como cada día, Miguel vuelve a detenerse en el lugar por culpa de la luz roja. Lleva las playeras para Cosme, pero ya no está. Sólo sus tres compinches. Miguel toca el claxon, baja el vidrio y pregunta por él -¿Cosme?- -¡Anda de enamorado!- contesta Quique. El comentario le causa gracia a Miguel, entrega las playeras y sube su vidrio. -¡Gracias, patrón!- dice Quique. Se pone la luz verde, Miguel avanza, ahora tiene más curiosidad por la historia de ese pequeño. El lunes, cuando pase, le preguntará sobre su cita.
Créditos de la imagen: Pixabay, https://pixabay.com/photos/graffiti-street-boys-street-gang-8391/
Periodista enamorado de la vida. Tengo un problema con los mazapanes.
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