En la sucia y ruidosa imprenta de la rue Saint-Severin, donde el olor a tinta se mezclaba con el hedor de las ratas, los aprendices trabajaban bajo el mandato cruel de los maestros impresores. Eran muchachos desharrapados, con las manos ennegrecidas por el plomo y los lomos encorvados de tanto inclinarse sobre las prensas. Soportaban insultos, golpes y castigos absurdos mientras los maestros y sus esposas, durante los gélidos meses del invierno parisino, cenaban en abundancia junto al calor de la chimenea. Sin embargo, lo que más encendía la rabia de los aprendices no era el hambre ni los latigazos, sino los gatos.
Los amos adoraban a sus gatos. Les daban sobras de carne, los dejaban dormir sobre cojines y les dedicaban palabras amables que jamás brindaban a sus trabajadores. Los gatos se paseaban por la imprenta como si fueran sus dueños, mirando con desdén a los aprendices que rumiaban su miseria. Hasta que uno de ellos, un muchacho avispado llamado Pierre, tuvo una idea: -hagamos justicia en el Carnaval, susurro una noche, —un juicio como el que hacen con los grandes señores-. Y así, entre risas sofocadas, los aprendices planearon su espectáculo, para el excepcional periodo de tiempo, donde los absurdos y los excesos se celebran a luz de día.
En el patio trasero de la imprenta, bajo la luz de la luna, se alzó un improvisado tribunal. Pierre, con una peluca hecha de estopa, se proclamó juez. Otro aprendiz, con una toga raída, hizo de fiscal. Se seleccionaron a los acusados: los gatos más gordos y arrogantes de los amos. -Estos malditos felinos han conspirado contra nosotros-, declaró el fiscal. -Se han apoderado de la comida y han gozado de privilegios que no les corresponden: ¡exigimos justicia!-, espetó. Los aprendices exclamaron su aprobación. Los gatos, ajenos a su destino, maullaban inquietos dentro de las jaulas. Se dictó sentencia. Uno a uno, los gatos fueron colgados de una soga, como si fueran criminales condenados en la plaza pública. Algunos aprendices imitaron los lamentos de los animales con burlesca exageración. Otros, embriagados por el juego, bailaban en torno a los cuerpos colgantes como si celebraran un gran festín.
Cuando los amos despertaron al día siguiente, encontraron el patio sembrado de cadáveres felinos. La impresión inicial fue de horror, pero algo en la escena los desconcertó aún más: no era una simple matanza, sino una representación burlesca del poder. Un juicio, una ejecución, una farsa grotesca en la que ellos, los maestros, habían sido ridiculizados a través de sus adorados gatos. Los aprendices fueron castigados, por supuesto. Pero algo había cambiado en la imprenta. La carcajada de los humildes había quebrado, aunque fuera por una noche, el dominio de los poderosos. Y en la ciudad, se murmuró durante días sobre el extraño juicio de los gatos en Carnaval.
*Este breve relato está inspirado en el texto “La gran matanza de gatos” del historiador Robert Darnton.
crédito de la imagen: David Teniers el Joven (1610-1690)
Deja un comentario