LXIII Edición: Temporada de lluvias

El calor se expande implacable; se infiltra en el aire, espeso y denso, como una nube piroclástica que oprime mis pulmones y adormece mi mente. El sudor se desliza por mi piel, mezclándose con el ansia creativa que lucha por abrirse paso ante el letargo calorífico. Entre abanicos y vasos de agua, me enfrento a la tarea de darle forma a los pensamientos en medio de una onda de calor inclemente; tal como los alquimistas, que, por medio de la utilización del calor, buscaron la transmutación de los metales básicos en metales preciosos (en este caso, busco que el calor convierta mi letargo en frases conexas). Para los alquimistas, el calor era el agente que permitía purificar elementos, extraer esencias, separar y recombinar materiales; y en última instancia, sublimar sustancias. ¿Y si pudiera sublimar mi sudor en una idea? Esta ocurrencia no habría sido descabellada hace algunos siglos, cuando el calor era el elemento que animaba los cuerpos y las civilizaciones. En la lectura “humoral” del cuerpo humano, que dominó la medicina Occidental durante siglos, se pensaba que era gracias al calor que el corazón funcionaba; y la sangre se creaba y se movía por el cuerpo. El “calor” era considerado una de las más perfectas “calidades” o propiedades de los cuerpos naturales, por ser –como explicaban algunos médicos- la calidad “más conservativa” y el principio de la vida. Se pensaba que cada uno poseía al nacer un calor natural que duraba toda la vida y se extinguía cuando ésta se acababa. Al interior de nuestros cuerpos el calor se conservaba y se generaba gracias a los “vapores corporales”, la cólera y el corazón. Este último, era órgano esencial para toda vida humana: era la primera entraña que se formaba y la última que moría, el principio y fin de todo movimiento, fuente de calor y sede del fuego original de la vida. El calor que emanaba del corazón se insuflaba a las vísceras del vientre; responsables de llevar a cabo los procesos de transformación y cocción de las diferentes sustancias que penetraban y pululaban al interior del cuerpo. Esta acción de “cocer y transformar por acción del calor” (la digestión) fue ligada a la capacidad de pensar o crear algo. Por ejemplo, el diccionario de autoridades de 1726 dice: “COCER. Metaphoricamente vale premeditar, discurrir, pensar y considerar algúna cosa despácio y con reflexión.” Gracias a esta cocción o alquimia corporal, las sustancias que tenían el mismo sustrato podían convertirse en productos diferentes. Por ejemplo, el menstruo, la leche, la sudoración, el semen, el pneuma y el pensamiento eran todo lo mismo, porque pertenecían a la misma sustancia, la sangre, aunque con diferente grado de cocción y perfeccionamiento. La sangre era la sustancia o el humor esencial para la vida humana, ya que ésta no solo nutría al cuerpo, sino que transportaba el calor vital. El calor es clave en este proceso, al estar detrás de la alquimia que convierte y transforma las cosas (las secreciones y los humores) en cosas que originalmente no eran. Así como Proteo, dios marino menor, que cambiaba de forma a su antojo gracias a su calor natural, para evitar ser capturado o engañar a quienes intentaban atraparlo; por efecto del calor natural Proteo adoptaba múltiples formas, a veces las del mismísimo fuego. De igual manera, poetas y escritores usaron la metáfora del calor para describir la pasión intelectual y el fervor creativo. El calor en el antiguo régimen no fue solo un concepto físico, sino también un símbolo poderoso de la cualidad mutable, misteriosa e inaprensible de la vida. Después de esta digestión-digresión calorífica por épocas pretéritas: regreso. Cierro los ojos y espero que el trance de calor se apodere de mi espíritu y mute en frases. No lo logro, el letargo es demasiado abrasante. El calor, hoy: un lienzo de posibilidades no realizadas. Después de todo, no todas las palabras necesitan ser escritas para sofocar y cocer.
Créditos de la imagen: Pixabay, Gordon Johnson, https://pixabay.com/vectors/dragon-ouroboros-symbol-line-art-6319747/
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