LXIII Edición: Temporada de lluvias

La cola del diablo

Todavía no está clareando y ya puse a calentar la pava para el mate. Me cuesta dormir. El mismo sueño me despierta todas las noches. Al pedo que me quede en la cama. Sé que la cabeza se pone a dar vueltas como un trompo y es peor. Chivado, jadeante, me tiro una manta sobre los hombros, atravieso el gimnasio vacío y voy a la cocina. Prendo la radio y mate va, mate viene, se hace de día.

El abuelo me dejó acá cuando murió mi viejo. Era compadre del dueño, Don Miguel, y él se hizo cargo de mí desde entonces. Mamá no podía con todos nosotros y yo era el mayor. Me dio el cuarto del fondo, donde sigo viviendo. Chico, oscuro, pero ni una gotera. Una cama ruidosa con elástico de metal, un armario para mis cuatro pilchas y la mesita con la estampita de San Antonio. Hice de chepibe por años y aprendí a boxear. Tenía dieciséis cuando el patrón llamó al abuelo.

—El pibe promete —le dijo— ¿Querés que lo entrene de verdad?

Lo miró al abuelo, pero a mí también, quería ver ilusión y ganas en mis ojos, asegurarse de que no lo iba a defraudar. Me tenía fe y todavía sigue poniéndome las fichas. Pero desde esa pelea en la que se metió el diablo, cada vez que subo al ring me transformo en un bloque de granito. El bocho manda la orden, pero el cuerpo no le da bola. Las piernas pesadas como bolsa de papas, los brazos son dos flanes y la cintura, que antes bailaba, se quedó sin cuerda.

Era noviembre y hacía un calor de pleno enero. Yo venía con una racha de cuatro victorias cuando Don Miguel me llama al despacho. No se podía ni entrar del olor a chivo y a pucho. Me dijo que había una pelea para mí, pero que estaba arreglada. Yo iba a llenar un hueco, alguien se había borrado a último momento. Me tenía que tirar en el sexto, era buena plata y publicidad, dijo. «Ya vendrán otras», y me palmeó el hombro. Saltaba de la alegría. Lo único que me importaba era llegar al altar con esa guita. Stella de blanco, yo con un traje del hermano. La música.

Habíamos practicado el vals a la noche en el gimnasio vacío. Nos matábamos de risa de los pisotones, de mi torpeza de negrito de barrio. Stella es distinta, es maestra, me prestó sus libros forrados y subrayados.

—Leé —me decía— a los burros los joden siempre. Vos podés llegar lejos.

Ni un tatuaje me hice, toda la guita era para el adelanto del departamento. A la noche, en el cuartito del fondo, abría el libro y leía hasta que las letras se volvían hormigas, todas iguales, que no podía separar una de otra. Entonces me apolillaba tan pesado que no me despertaba ni el broli al caer.

Quizá en el fondo los dos queríamos una pelea de verdad. Quizá todo lo que dijo era bolazo y yo me lo tragué.

Durante el pesaje se me acercó tanto que pude sentir sus encías y el olor a vaselina de la piel.

—Cómo se mueve la Stellita en la catrera. ¿Viste, Chango?— dijo. Los ojos le bailoteaban y me pareció que sacudía la cadera, pa’ arriba y pa’ abajo.

Se me nubló la vista. Lo zarandeé, pero nos separaron. Todos creyeron que era parte del show para la prensa. Sin embargo, cuando subí al cuadrilátero, me di cuenta de que había hecho un pacto con el diablo como ese Fausto del que me hablaba Stella.

Desde el principio le di buena pelea. Estaba como poseído. Me llegaban los gritos del estadio, de los muchachos del rincón y me venía a la mente una Stella caliente que jamás había conocido.

Yo siempre la respeté. No hubo más que besos y abrazos entre nosotros. Alguna vez se me habrá ido la mano y le rocé las tetas o ella se apoyó en mi pija parada. Entonces la alejaba, diciendo no con la cabeza. Total, después de acompañarla a la casa, me iba de putas. El patrón me carcomía la cabeza: «no la vas a dejar preñada, pibe».

—¿Qué hacés? —me preguntó Don Miguel al final del cuarto— Aflojá, pibe.

No lo escuché. Bailaba sobre el ring, los puños del Turco ni me rozaban y yo, en cambio, biaba y biaba sin asco.  En el sexto escuché al público que gritaba: «Uppercut, Chango, metele uppercut»

Despedí dos jabs derechos uno tras otro como resortes a la mandíbula y un uppercut al ojo. La sangre brotó y le nubló la vista. Aproveché la ceguera y su confianza. Se suponía que la pelea estaba pactada. Lo encerré contra las cuerdas. Y le mandé un gancho a la boca del estómago que se clavó en el punto justo donde hacés más daño. Se quedó sin aire y se le aflojaron las piernas. Cayó como doblado, mirando la lona, se levantó, tambaleó y volvió a caer. Grande y pesado como era.

El árbitro dio por terminada la pelea y me levantó el brazo. La gente del rincón lo rodeó, yo apenas lo podía pispear entre tantas cabezas y brazos. Trajeron el oxígeno. Llegaron los enfermeros y la camilla. El Turco no reaccionaba. Yo estaba en mi rincón, Don Miguel me decía «la cagaste, pibe, la cagaste» y se agarraba la cabeza con esas manotas de viejo boxeador. Mis compas, que no sabían nada, se abrazaban eufóricos.

¿Qué había para festejar? No había sido box, solo rencor y celos. Entonces la vi a la Stella y su odio me noqueó. Caí de rodillas y recé con los ojos cerrados para esquivar los flashes. Los caranchos querían fotos, fotos de la víctima y del monstruo.

Créditos de la imagen: Pixabay, xusenru, https://pixabay.com/photos/female-body-boxing-gloves-boxer-1390659/

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