LXIII Edición: Temporada de lluvias

De mi diario al teclado

Todo lo salvaje guarda algo malo dentro, no lo debemos dejar salir…Porque lo necesitarán para sobrevivir.

Hace unos días vi una película, Songs that my brothers taught me, empieza con esto también diciendo que no debemos hacer correr mucho al caballo, porque no podemos quebrar su espíritu.

Las dos cosas me recordaron a ti y otra persona, pero sobre todo a ti, te fuiste y me dijiste adiós muchas veces, épico todo lo que hacías y hiciste siempre, con tanta intensidad que nunca dejaste de sorprenderme.

¿Dónde te conocí? No estoy segura, pero en mi memoria entraste a mi vida en tu festival, así lo llamaste, una fiesta de luna llena en un jardín, estoy segura que la luna ese día era impresionante y era tu cumpleaños. Tenía 16 años, tú… No recuerdo, pero más grande, ese día también conocí a Dany, que muy amablemente me llevó a mi casa después de que nadie más podía manejar. Abusábamos mucho de la felicidad de compartir y la intensidad de nuestras almas salvajes y desbocadas.

Fuimos a más fiestas, reuniones con tus padres. Siempre tan amables, nos unía también nuestro amigo Iván, nunca perdimos contacto. Primero mandamos cartas de un lugar remoto en el que te encontrabas y tu padre me las hacía llegar en envolturas de chocolate, después en nuestra ambientada adolescencia muchas veces perdimos nuestros teléfonos, cerramos las redes sociales, nos mudamos, pero siempre estuvimos cerca y todo el tiempo me estuviste diciendo adiós.

Lo que más recuerdo, fue nuestro viaje a Mazunte, Zipolite y la playa del amor. Fui la única que pudo regresar a tiempo a casa para entrar a la Universidad, me acompañaron todos ustedes a la estación, se aseguraron de que tomará el autobús y que saliera a tiempo. Ese viaje, acampamos en la playa, viajamos, bebimos, comimos mariscos, hicimos fiestas, reímos. En la noche pudimos escapar y nos metimos al mar. Era la madrugada ya. Estaba helado, pero en el salvaje mar del Pacífico mexicano, con sus olas enormes, nadamos, nos untamos el plancton en todo el cuerpo y veíamos como brillaba. Lo recuerdo bien. Estabas lleno de vida, lleno de plancton y de arena también, pero vi algo en tus ojos que no había reconocido antes y aún no logró entender.

Tus palabras me confundieron hasta ahora, eran un circuito de frases realísticas sobre la inmensidad de la vida, la pobreza de nuestros espíritus, lo horrible de la humanidad, el fastidio de tener que soportar a la misma gente todos los días, la ambición de las personas y lo sabroso de las tlayudas. Esas palabras eran poesía, pero llena de contradicciones. Me dije a la vez que estás lleno de vida, pero me impregnaste esta fatiga por seguir igual, entonces fue de ti que aprendí una de las mejores frases, el himno – lo peor que nos puede pasar es seguir igual, que nada cambié–. Y sí, eso es lo que más me dio y me da miedo, el estancamiento.

Fuimos a la playa después de mi última cirugía después de mi accidente de auto, por fin después de dos años y medio pude tomar el sol, volver a nadar, reír, gozar con mis amigos. Tenía miedo de quedarme como estaba, sin poder moverme, con profundas cicatrices. Dentro de todo lo que me has dejado también reconocí que en tu mirada había de todo menos miedo, nunca sentí el temor en tu compañía, muchas veces te nombré El sin miedo. Ahora, te recuerdo y siento que no debiese poner en papel limpio esta carta que he escrito el día que me enteré de que te habías ido allá donde las estrellas y la luna, como animal nocturno que eras. Mi último contacto contigo fue el día que partiste, por iluso que parezca de mi parte, lo último que leíste fue un cursi extracto de mi idealismo por el amor y su violencia, mi publicación pasada. Ha sido un honor haberte conocido. Hasta siempre, Juan.

Créditos de la imagen: Proporcionada por la autora, Pixabay.

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