LXIII Edición: Temporada de lluvias

Se fue el campo, qué pesar

Gritando pasaba el señor Horacio todos los días justo después del amanecer con su leche recién ordeñada. Tenía un pequeño lote con cinco vacas. Él, junto con la señora Rosa, eran los únicos campesinos que quedaban en el sector, rodeados ya de edificios: una avenida que le pasaba por el frente al señor Horacio y que doblaba por donde la señora Rosa, un centro comercial, una escuela que llenaba de ruido la zona a la hora de la salida más que de la entrada, un vendedor ambulante que ofrecía desayunos desde las 5 de la mañana y constante flujo de camiones de construcción.

La señora Rosa, a diferencia del señor Horacio, no salía de su finca. Sobre el pasto, cerca al andén, ponía el cilantro aromático, la cebolla fresca, la lechuga recién cortada, los tomates con gotas de rocío y la papa embarrada de tierra húmeda. Siempre vendía todo lo que sacaba sin moverse de su tierra. Pensaba ella que lo peor que le había pasado era que todos sus amigos vendieran su tierra y la zona se llenara de edificios; le había traído algo bueno, podía vender lo que producía sin hacer mucho esfuerzo. Pero con nostalgia pensaba si iba a poder resistirse a vender su tierra, se había valorizado y la amenazaban con que el gobierno convertiría su lote en espacio para obras públicas.

El señor Horacio y la señora Rosa eran la tercera generación de familias en ese sitio. Habían crecido juntos a menos de un kilómetro de distancia. Se habían quedado solos en la zona, ella con su esposo, él con un hijo. Todos los días intercambiaban productos y se sentaban en unas sillas casi blancas de plástico, sucias y maltrechas que la señora Rosa ponía para sentarse y para que cualquiera se acomodara a hablar de lo que tocara mientras esperaba compradores. Ambos deberían estar por los cuarentas.

El señor Horacio había estudiado sólo la primaria, le tocó trabajar desde niño. Su padre, un sinvergüenza de siete suelas, se emborrachaba con lo que ganaba. Un día, cuando el ahora señor Horacio tenía 10 años, sacó toda su ira guardada: las lágrimas de su madre a la que el marido había golpeado muchas más veces de lo que podía soportar, el miedo de su hermana que se escondía cada vez que el tipo llegaba borracho y su propia frustración. Lo echó de la casa. Desde entonces siguieron tan pobres como antes pero con la simpatía de los vecinos que se encargaron de que al menos esa familia no pasara hambre. Su madre se dedicó a lavar ropa hasta casi los sesenta años, su hermana se embarazó a los 15 y se fue a vivir con la familia de su esposo y Horacio de finca en finca ayudando para ganarse algo.

La señora Rosa tuvo mejor suerte, alcanzó a terminar sus estudios de secundaria. Su familia más numerosa tuvo un padre organizado y responsable, vivían de los cultivos y los animales. Todos estudiaron, inclusive varios terminaron la universidad. Se fueron. De siete hermanos sólo dos, las mayores, entre ellas la señora Rosa, no terminaron una carrera. Se dedicaron a ayudar en el negocio de la familia, a criar a sus hermanos, a llevar la casa y a cuidar a su madre que siempre fue muy enfermiza y pasó gran parte de su tiempo en la cama. De esa época queda un gran pedazo de tierra donde vive ella con su esposo y cuatro perros, una finca donde crecen vegetales y frutas en el medio de la ciudad.

La finca del señor Horacio era imposible de ignorar. No tenía árboles que la cubrieran y estando completamente expuesta a la avenida principal no tenía ninguna privacidad. Yo disfrutaba caminar por la avenida para detenerme a observar sus vacas. Una de ellas se acercaba curiosa si uno se detenía el suficiente tiempo, le hablaba. En ocasiones el señor Horacio me veía y de lejos me saludaba levantando un brazo. Pensaba que era un privilegio ver vacas después de un día de universidad a pocas calles de mi casa, aunque sabía que no iba a durar. 

Buenas, ¿a cómo la papa? A lo mismo de ayer, contestó la señora Rosa. -Bueno, deme dos kilos, escuché que le dijo un cliente aún sin saber cuál era el precio del día anterior.- Me acabo de mudar por aquí -le contó el señor- ¿siempre vende aquí afuera? Si señor, aquí a la orden, si no me ve me pega el grito, yo vengo y lo atiendo. La señora Rosa sabía de servicio al cliente. Dejé que se desocupara para poder hablar con ella.

-Buenas, señora Rosa, le va bien, me alegra- le dije.

-Pues no me quejo pero cada vez aquí más aburrida- me respondió.

-¿Aburrida del negocio?

-No, yo me moriré haciendo esto… aburrida de esta cosa, este ruido, estos carros, esta gente. Yo vivía tan bueno aquí, pero desde hace dos años empezaron a construir todo esto y se nos acabó la paz, nos comió la ciudad.

Oscurecía y la señora Rosa recogía lo poco que le quedaba.

-Nos hablamos mañana para que no se le haga tarde- le dije.

-Que descanse mija– me respondió.

A la mañana siguiente escuché al señor Horacio anunciando su leche fresca, me gustaba esa sensación de campo en la ciudad, por minutos me sacaba de mi realidad. Ese día salí de viaje a hacer un trabajo de fotografía de la universidad, regresé una semana después y durante varios días estuve organizando y trabajando en el material hasta muy tarde en la noche. -Ayer vi camiones entrando a la finca de la señora Rosa- me dijo mi mamá cuando por fin me vio. Luego de varios segundos agregó: qué pesar.

La siguiente mañana me levanté más temprano que de costumbre para ir a ver a la señora Rosa y preguntar qué estaba pasando, pero se había ido. Los cultivos habían desaparecido, la tierra había sido removida, la casa había sido tumbada. No había rastros de la señora Rosa, parecía que nunca hubiera existido. Sentí la desazón de la llegada de la mala noticia que se ha estado esperando.

Caminé tan rápido como pude a la finca del señor Horacio y desde lejos vi sus animales, así que bajé el ritmo, pero mientras me acercaba trataba de encontrar su casa y verlo a él, preguntarle qué había pasado con su vecina de toda la vida, pero no estaban ni él ni su casa, sólo un parche de tierra desnuda sin muestras de historia alguna. Lo esperaban sus vacas. Me quedé con ellas hasta que se me hizo tarde, fue la última vez que las vi.

Créditos de la imagen: Pixabay, photosforyou, https://pixabay.com/photos/people-art-road-adult-travel-wall-3191615/

2 comments

  • Rosario escribió

    Nostalgia pura… muchas gracias por el texto.

  • Ricardo Rivera Hernández escribió

    Mi teoría, es que por su necesidad les ofrecieron vender su terreno y hasta sus vacas, así ha pasado aquí en a Ciudad de México, compran casas, las derriban y hacen edificios, ya sea para departamentos o para algún negocio. Las grandes urbes llegan a crecer muy rápido. Son raros los que les respetan el terreno porque lucharon por protegerlo. Me gustan tus textos que nos hacen reflexionar.

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