María y León
XXXIV Edición30 de agosto de 2021El departamento de León es pequeño pero tiene carácter. En la pared más grande del salón hay una pintura enorme, exagerada, con formas vagas y salvajes empastadas bajo gruesas capas de pintura roja y azul. A María le había gustado eso, que alguien se atreviera a colgar esa pintura al centro de una habitación, una pintura así: inmensa, viril, casi violenta.
León observa sin disimulo los labios rojos de María durante todo el rato que ella ha estado extraviada, en silencio, mirando la pintura de Fiero. Habían cenado pizzas y vino. Habían fumado un porro en la sobremesa. Ahora, en estas condiciones, bajo la luz amarilla del techo, el rostro de María le parece perfecto, del mismo modo que un día normal, por normal, a veces es perfecto. León estira la mano a través de la mesa con el pretexto de buscar los cigarros, pero a medio camino se arma de valor y deja caer su mano sobre la de ella.
Es un regalo de Fiero. Mi mejor amigo. Es pintor.
María sonríe pero no agrega nada. Contiene el impulso de contestar algo vacío, una respuesta automática. El silencio le parece más elocuente, más apropiado. Ella sabe que León la ha estado mirando fijamente, y a ella le gusta sentir el peso de esa mirada sobre sus labios, el peso de su mano sobre su mano. En cambio no quiere imaginar lo qué León estará pensando, suponiendo, rellenando. Ésta es la segunda vez que se ven, y sería también, seguramente, la segunda vez que harían el amor. Pero empezar a conocer a alguien es como intentar imaginar un rompecabezas gigante a partir de dos o tres piezas.
Una melodía estridente, con destellos azules.
León mira la pantalla del celular y sale de la habitación para responder. María entonces saca un cigarro de la cajetilla y juega con él unos instantes, balanceando el tubo blanco entre sus dedos. Se pone de pie, da algunos pasos, se deja caer en el sofá. Siempre es extraño estar a solas en casa de un desconocido, incluso en una situación así, tan favorable. Porque hasta ahora todo había sucedido con sorprendente naturalidad. María enciende el cigarro: fue una buena decisión venir. Dos horas antes, frente a la puerta de entrada, había dudado, dudado en serio, tan en serio que en cierto momento había dado media vuelta y había bajado algunos escalones para volver a la calle. Pero luego se obligó a ser valiente, o más bien consecuente con el esfuerzo de haber caminado hasta aquí, el esfuerzo de haberse peinado meticulosamente y de haber elegido el color rojo de sus labios. María observa a su alrededor. Le resulta difícil reconocer este espacio, asociarlo con los susurros de la noche anterior, con las caricias tenues de esta misma mañana, sobre este mismo sillón donde habían amanecido desnudos y abrazados. Hace unos minutos, durante la cena, se habían reído a carcajadas. Cualidades simétricas las suyas: saber hablar y escuchar. León le había parecido entonces un…
La puerta se abre de golpe.
León está llorando.
María siente un espasmo frío, eléctrico. ¿Qué? ¿Estás bien? ¿Qué te pasa? Palabras vacías que corren y se agolpan en su boca, queriendo salir, pero ella nuevamente logra contenerlas, contenerse. En los ojos de él encuentra una tristeza animal, tan honda que los ojos de ella se humedecen de inmediato. María se pone de pie, quiere escapar, pero no logra dar un paso.
Silencio.
Afuera, desde la ventana, ladran dos perros.
No te vayas, por favor. Quédate conmigo.
Sí.
Créditos de la imagen: Pixabay, SarahRichterArt, https://pixabay.com/photos/child-boy-lion-predator-roar-4073641/
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