Los que habitan en nosotros
XXVI Edición12 de abril de 2021Alonso clavó su chupasangre en la cintura del indiano, ese puñal que siempre llevaba en la bota y que le había quitado a un matón en una pelea en la calle de la Feria. Tenía la ventaja de no provocar un sangrado intenso, pero sí de causar daños internos que llevaban a una muerte rápida.
El Padre Antonio le diría que su alma estaba en pecado mortal, pero el cura ya había muerto. Cuando lo encontró en un callejón de Sevilla, herido y andrajoso, lo llevó a vivir con él. En esos años, Alonso trató de obedecer sus enseñanzas y de aprender las oraciones diarias, pero cuando el sacerdote murió el joven volvió a las calles y retomó su oficio. Si tenía que ser sincero, le complacía matar.
Escarbó entre las ropas de la víctima y encontró la bolsa llena de maravedíes de oro. Miró a uno y otro lado del callejón: nadie lo había visto; no iría a parar a un calabozo por el resto de sus días. Guardó el botín y se dirigió al puerto, donde esperaría hasta que el “Gracia de Dios” zarpara al amanecer: se iría como grumete a las Indias Occidentales y allí levantaría un imperio. Lo haría, aunque se lo llevara el diablo.
“Imperio” es el título del óleo que está pintando Analía y que refleja su particular visión del Infierno de Alighieri. Muchas veces se preguntó si ese cuadro es una metáfora de su propia vida. Ya eligió el lugar para los asesinos: a la izquierda; el más oscuro y profundo. Cerca, el de los ladrones; más allá, los perjuros y los herejes.
—¡Hereje! –le había gritado el cura de la aldea a Anaïs cuando la apresaron. Cada prueba que hicieron había demostrado que no era la bruja que el sacerdote decía, pero él sólo oía las voces que la habían denunciado. Nunca se había conmovido cuando ella rogaba clemencia.
¡Jamás pediría piedad! Candelaria mataría a esos malditos viejos: a él, por haberla gozado desde que era una niña; a ella, por quemarla con un hierro ardiente cada vez que la atrapaban.
—¡Maldita ladrona!
Candelaria estaba segura de que al ama no le importaba la pulsera de plata peruana que se había llevado. Siempre le había gustado, porque tapaba la horrible marca de nacimiento que tenía en la muñeca derecha. Era de color morado y a veces le dolía como si se la estuvieran cortando. Sabía que el placer de la vieja era torturarla una y otra vez. De cada intento de fuga llevaba un recordatorio, pero a pesar de todo lo seguiría haciendo, hasta que lograra perderse en las Provincias del Norte o hasta que la mataran.
Martirizada. Así se siente Analía a medida que avanza su cuadro. Nota en el cuerpo cada uno de los suplicios que sufren las almas castigadas. Hace dos semanas que no sale de la casa; no puede dormir; casi no come; sólo sabe que tiene que seguir pintando ese cuadro. ¡Pintar! ¡Pintar! No puede contenerse. No entiende por qué cada figura tiene su rostro y su cuerpo. Todas y cada una son ella: hombres y mujeres; mutilados y deformes; encadenados; quemados vivos… Se pregunta cuál será, de todos los círculos del Infierno que concibió Dante, el que le corresponde.
Días atrás suspendió las pastillas que le recetó el doctor Etchenique; esas que acallan las voces, eliminan el dolor y el vértigo, disimulan el olor de la carne quemada y hacen cesar las pesadillas recurrentes, pero que a la vez le producen una rigidez en las manos que le impide dar las pinceladas sutiles que desea.
—El Infierno es el lugar que mereces –le dijo a Alonso el capitán del “Gracia de Dios” cuando hizo que le amputaran la mano derecha. Lo había descubierto robando y vendiendo agua, el bien más preciado en un viaje en alta mar.
. El dolor era insoportable, la sangre había manado como un río, hasta que le cauterizaron la herida. Al dolor, se sumó el olor de la carne quemada. Debió perder la conciencia, porque cuando miró a su alrededor vio sólo oscuridad. Estaba encerrado en una de las bodegas; la pestilencia que llegaba desde las sentinas lo asfixiaba. Se sintió mareado por el vaivén del barco; la fiebre lo atormentaba; la sed lo incendiaba. Supo que no construiría su imperio en las Indias y en ese momento deseó que el Padre Antonio estuviera con él para recibir su confesión.
Se negaron a darle la absolución, porque una bruja no la merecía. Decían que había matado al hijo recién nacido de su vecina. Anaïs siempre había asistido a las mujeres de la aldea cuando parían, pero esa vez no logró parar el sangrado. Su conocimiento del poder sanador de las hierbas no había alcanzado. A lo largo de los años había ayudado a muchos enfermos, pero el cura decía que sólo Dios podía sanar y que era el Demonio el que actuaba a través de ella.
Cuando llegó el Obispo de Lyon, supo que no tenía salvación. La habían puesto en el cepo; le habían dislocado los pulgares para incapacitarla; la habían desnudado públicamente para buscar en su cuerpo las marcas que confirmaran su pacto con el Maligno. No las habían encontrado, pero cada vez había más voces que la acusaban; personas que quizás lo hacían por temor o porque habían sido amenazadas. Ahora iban a quemarla viva, junto a otras tres mujeres tan inocentes como ella.
Candelaria apretó los dientes esperando lo que ya conocía. Cuando el hierro al rojo se apoyó en su piel, llegaron juntos el dolor, el tufo y la voz de la mujer:
—¡Eres mía! ¡Nunca serás libre!
La última vez le habían quebrado un pie, para que no pudiera llegar muy lejos, pero eso no la había detenido. No le importaba si al fin la mataban; nunca dejaría de intentarlo.
Cada rostro que pinta es el suyo; cada uno refleja el dolor; un dolor turbio, circular, repetido en uno y otro condenado. ¡Pintar! ¡Tiene que seguir pintando! Ese fuego que la abrasa no se apagará hasta que dé la última pincelada. O quizás no. La tortura seguirá y tendrá que empezar otro cuadro. Y después otro. Y otro más…
El cura le dijo que pronto ardería en el Infierno, ya que allí iban a parar las almas de los apóstatas. Alguien encendió la pira y Anaïs empezó a rezar el Padrenuestro. Cuando el fuego corrió por la paja y la madera seca, en su cuerpo empezaron a formarse abultadas ampollas. Señor, hágase Tu Voluntad. ¿Era esa la voluntad de Dios?, pensaba Alonso cuando recuperaba la conciencia. Llamó al Padre Antonio, prometiéndole que si lo sacaba de esa oscuridad volvería a orar como le había enseñado. Candelaria jamás pediría perdón; tampoco rezaría la oración de los cristianos. Moriría invocando a los dioses de sus ancestros. Las llamas ya prendieron su vestido, el aire está inundado por el olor de la carne quemada, el dolor aumenta, Señor, Te encomiendo mi alma, el miedo, la mano paralizada, el pincel que cae, un punto de amarillo de cadmio para intensificar el fuego dejar de ser esclava el dolor en el muñón Líbranos de todo mal la muerte que llega ese lienzo será su mejor obra no nos dejes caer en la tentación el olor de la trementina morir en pecado la fiebre las voces el sonido de las olas una pincelada de blanco abandonar el cuerpo la noche la inconsciencia y las luces del hospital cuando despierta.
El doctor Etchenique está sentado a su lado.
—Analía, otra vez dejaste la medicación. ¿Cuántas veces lo hablamos? —Doctor, ¡denos algo, por favor! ¡Nos duele!
Créditos de la imagen: Ordigital, https://pixabay.com/photos/knife-scalpel-edge-2358879/
Nací en un pueblito ubicado en el corazón de la República Argentina, de esos tan tímidos que apenas se atreven a asomar en los mapas. Psicopedagoga de profesión y escritora por vocación, rescato hilos de memorias y tejo coloridas urdimbres con novelas familiares (mías y ajenas). A veces me pregunto si mis ancestros (o los de otros) saben cuántas cosas saqué a la luz y me están esperando para sermonearme.
¡Guau! me hiciste meditar…
Eres buena escribiendo ¡Felicidades!
¡Muchas gracias! Trato de hacerlo siempre mejor y debo decirte que el equipo de la revista me ha ayudado mucho con esto.