LXIII Edición: Temporada de lluvias

Las flores que nunca te di

Ella quiso darle flores antes de irse. Ella quería decirle que no lo hiciera, que se quedará un poco más, que las cosas no debían de terminarse así. Qué sí, que esto había de llegar a su fin, pero que debían pactar no odiarse.

Aún así él partió azotando la puerta y pensando –aún la amo, pero lo nuestro no puede ser-. Lo que empezó con un paseo, en un jardín botánico en Puerto Vallarta, continuó con una caminata de bajada al río. Se dieron cuenta que las piedras para caminar tenían impregnados los signos zodiacales y que Aries estaba a lado de Leo. Hablaban de eso durante el almuerzo. Ella pensó –no creo en estás cosas, no existe el destino- mientras que él pensaba –no, no es casualidad, la invitaré a tomar un helado más tarde, quiero saber más-.

Por la noche él, meticulosamente, hizo parecer toda una casualidad de manera que quedaran solos en la arena sentados bajo la luna llena de octubre, reflejaba tan fuerte que iluminaba todo el mar. Esa noche ella aprendió que el sol es una estrella enana, que como esa estrella había miles y que la NASA ya planeaba llegar a Marte. ¿Te apuntarías como parte del experimento para ir a Marte y quedarte a vivir ahí? Pensó que para cuando eso pasará ella tendría 39 años y que no la seleccionarían porque ya sería muy vieja para posiblemente pensar en reproducirse. La realidad es que él sí había soñado toda su vida con ir al espacio, con poblar la Luna, con realizar viajes tripulados. William, era escosés, tenía 18 años, parecía de 27, le había mentido a Mariana diciéndole que tenía 23 y que estudiaba en la universidad. Él se había inscrito en el programa MARS ONE y había sido seleccionado para ser enviado como tropa colonizadora en Marte para el 2027.

Mariana no sabía nada de esto, lo único que sabía era que se había fijado en él y que desde que lo conoció le había mentido. Era raro, las intenciones de William no parecían sexuales, parecía curiosidad. Él quería hablar, descubrir, oler y sobre todo hacer ver a Mariana la inmensidad del universo y que a pesar de todo eso existe el destino. La mañana siguiente despertaron y el sol quemaba a más no poder. Se habían quedado dormidos en la arena, un pez globo yacía muerto a su lado, mosqueado. Se propusieron viajar con poco dinero hasta la Patagonia argentina, cruzarían la frontera con Chile por Mendoza y pasarían unos días en el parque Perito Moreno.

El último día de esos cuatro meses viajando juntos, cuando por error él olvidó su pasaporte en la mochila de Mariana, ella descubrió su edad. Pensó que la oficina de pasaportes en la que William lo había expedido se habría equivocado. Al volver con unos mates calientes ella le preguntó -William, tu pasaporte dice que tienes 18 años, en una semana es tu cumpleaños-.

Esa noche, mientras bajaban de la montaña, encontraron a Graciela y Ramiro, unos venezolanos que les invitaron a comer sopa caliente con arepa. Abrieron un vino Malbec. Al otro día pensó en ir a cortar unas florecillas de campo con Graciela y ponerlas en el desayunador para darlas a William y despedirse. Ella continuaría viajando sola. Las flores eran hermosas: moradas y escasas. Le explicó que se sentía muy bien con él y que lo suyo terminaría así, que no podrían aventurarse más pues él tenía que poblar Marte. William empacó sus cosas y subió al coche de Ramiro. Le azotó la puerta a Mariana. Ella se quedó con las flores en la mano.

Créditos de la imagen: Colección del autor.

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