LXIII Edición: Temporada de lluvias

Sobrevivir a mi cuerpo

Siento como el oxígeno sale por los tubos de la pequeña manguera hacia mi nariz. Frío. Alrededor de mi cama hay seis personas, enfermeras y médicos. Algunos sólo me observan, otra enfermera me pone un suero, otra sangre, una doctora me pregunta mi nombre para saber si estoy consciente. 

Ahora el desmayo no fue al salir de la regadera como las dos veces anteriores, ahora fue en la sala de urgencias del hospital en Lindavista, mi nuevo lugar (no) favorito.

Desde hace un mes he entrado y salido de urgencias. Cuando comienza el dolor que me hace querer tirarme por la ventana o la hemorragia hay que correr al hospital. Datos, esperar el turno, volver a contar la historia de lo que me pasa y luego pasar a una cama en urgencias para ver gotear sangre durante dos horas o más. Un par de días o una noche después, a casa, no bien, sólo un poco más estable.

Así sobreviví a mi cuerpo tres meses, en los que pasaba de mi cama al sillón, al comedor y a la cama otra vez. En los que no podía salir más que al doctor, porque el esfuerzo de bajar unos escalones me podía provocar un infarto. 

Sin saberlo parece que me preparaba para la pandemia, sin salir, sin ver a nadie, sólo viendo series, trabajando un poco para no aburrirme y leyendo. 

Ser mujer no ha sido fácil para mí, y esta vez lo digo sólo en el sentido fisiológico: tener un útero siempre fue un problema.

Yo no recuerdo que mi mayor oso fuera manchar la falda de la secundaria porque un día sin avisar me llegó la menstruación. Yo recuerdo estar asustada viendo chorros de sangre, desmayos, tomando anticonceptivos a los 13 para regular mis periodos y no morir cada mes. Recuerdo el dolor de los cólicos intensificándose con los años. 

Uno de esos dolores, que ningún analgésico común apaciguaba, me dio en la boda de una amiga en Guadalajara. Un par de horas antes de la misa (a la que igual no llegamos pero ésa es otra historia) me retorcía en el cuarto de hotel. Pensé que me perdería por completo la boda. En ese momento mi cuerpo pareció darme una tregua “anda, vamos a la boda”. Con unos buenos analgésicos logré estar bien. 

Esa parte de mi cuerpo se empeñaba en hacerme la vida pesada: mi útero no me quería ni yo a él cada vez que llegaba mi periodo. Siempre fue molesto pero nunca creí que llegaría al punto de decir que sobreviví a sus ataques.

El 2017 no fue un año fácil. Será (ahora igual que 2020) un año que no olvidaré. Todo parecía ir bien cuando las hemorragias volvieron más fuertes que nunca. Un día en el trabajo comenzó un dolor intenso, se puso peor en unos minutos, decidí regresar a mi casa, tomé un Uber y para cuando llegué a penas pude abrir la puerta y subir a tirarme en la cama.

Ahí empezó la peregrinación, doctor tras doctor. Un par dijeron que estaba bien, me darían unas pastillas y todo se arreglaría como cuando tenía 13 años. No funcionó. Tomaba dosis altísimas de hormonas pero mi cuerpo ya no respondía.

Fueron semanas de incertidumbre. Debilitándome cada vez más hasta que una doctora al ver que mi hemoglobina estaba en 5.6 (lo normal es entre 14 y 16 para mujeres) me dijo que ese mismo día tenía que ir al hospital a que me pusieran una transfusión o podría darme un infarto.

Así pasaron otras dos o tres entradas y salidas. 

Un día mientras me cambiaba para ir al doctor me empezó una taquicardia que me asustó. Empecé a sentirme desesperada, pensé que me daría el infarto del que me había prevenido la doctora, pensé que me iba a morir. Me calmé, respiré. Estos episodios fueron cada vez más frecuentes, así de la nada. Después de despertar y desayunar tranquilamente comenzaban. Hasta semanas después supe que eran ataques de ansiedad.

Uno me mandó al hospital. Estaba tan segura de que me iba a morir que en mi razonamiento era mejor morir en el hospital, pues los trámites serían más sencillos para mis padres. Sí, en eso pensaba.

Cuando llegué al hospital me sentí mejor, pero igual me ingresaron a urgencias. Una doctora que me revisaba sintió que algo más no andaba bien. Un ultrasonido reveló una hemorragia interna, una trompa de falopio se había abierto y sangraba. Al quirófano esa noche: 11 de mayo, 1 de la mañana. 

Recuerdo estar tranquila, demasiado para alguien que nunca se ha roto nada ni habían operado de nada. Ya no pude ver a mi mamá antes de entrar, decirle que yo no tenía miedo que no lo tuviera ella.

Me prepararon, acostada recuerdo que inyectaron algo en el suero y me dijeron que contara en regresivo desde 10, al siete no supe nada más. Desperté, no sé cuánto tiempo después, por el movimiento del vendaje que me ponían. Había tenido una cesárea pero sin bebé. Recuerdo que antes de la operación le pedía a la doctora que hiciera todo lo que tuviera que hacer “de una vez” para aliviarme. Pero no, estaba muy débil y no quiso arriesgarme. Si perdía mucha más sangre podía quedarme en la plancha.

Hospitalizada conocí a una chica de más o menos mi edad. Casada, luchaba por mejorar para embarazarse. Rechazaba la solución que le daban los médicos.

El par de días hospitalizadas la pasábamos una en la cama de la otra. Platicando, así las horas se hacían menos eternas. Sin saber, en la sala de espera su mamá y la mía también platicaban para amenizar las horas.

Yo le decía que yo estaba dispuesta a todo, lo que sea por volver a mi vida de antes, salir, ver a mis amigos, viajar, correr, ser feliz. Para ella ser feliz implicaba un bebé y nada más. Su mamá sufría por su necedad de seguir luchando, la mía (aunque no lo decía) sufría por mi decisión.

Regresé a mi casa, sin una solución.

Todo siguió igual. Busqué una opinión más de otro médico que de suerte encontré en internet. Con un ultrasonido me dio un diagnóstico, me explicó. Luego yo busqué en google si era verdad todo lo que dijo. Coincidía perfecto. Al fin, al menos sabía qué tenía y el tratamiento. 

Un mes después de la primera operación vino la segunda, la definitiva. Estuve despierta todo el tiempo. La anestesióloga revisaba mis signos vitales. Su playlist era buena, había un poco de todo lo que me gustaba, sobre todo Coldplay

Todo salió bien. Cuatro horas después el doctor cosió y me mandó a recuperación. Dos días después me dieron de alta.  

Cuando regresé a casa y me acosté en la cama lloré sin parar. Mi mamá pensaba que lloraba por dolor, por todo lo que había pasado, pero no. Lloraba de felicidad. Todo había acabado, por fin. Ya sólo sería recuperarme como en la primera operación. Ya sabía cómo moverme para no lastimarme y para que doliera menos. Al fin recuperaría mi vida. Y lo hice. 

Un mes después volví a besar al chico que me gustaba, poco después volví al trabajo, luego a salir como antes, cuando pude correr de nuevo me sentí feliz. Un año después conmemoré la fecha de mi “segundo cumpleaños” con un tatuaje que me recuerde que siempre hay esperanza, siempre se puede volver a ser feliz. 

5 comments

  • Daniela Sánchez escribió

    Woawwww Amiga!!! Eres una Guerrera indudablemente…. No hablamos con frecuencia pero debes de saber que siempre te pienso… Que eres y serás mi Mejor Amiga por siempre…. Tu me hiciste pasar los mejores tiempos de mi juventud a tu lado y hoy doy gracias a Dios por tu vida y por esas ganas de seguir adelante cuando a veces parece que ya no hay camino…. Te mando un fuerte abrazo y te admiro. Te quiero muchisimooooooo 23 años de conocerte y todavía puedo sonreír al recordar nuestra aventuras.

  • Cristiely escribió

    Me encantó la historia. Esa intimidad me hizo pensar y conectarme contigo, todos tenemos una historia que contar.

  • Merle escribió

    Y nosotros estamos felices y agradecidos de que formes parte de nuestra vida; yo, desde ya más de 10 años y Alonso desde hace 7 años. ¡Te queremos!

  • Merle escribió

    Y nosotros estamos felices y agradecidos de que formes parte de nuestra vida; yo, desde ya más de 10 años y Alonso desde hace 7 años. ¡Te queremos!

  • Rosario Espinosa escribió

    Intenso e íntimo relato que da voz a lo que padecen muchísimas mujeres y que es ignorado y hasta menospreciado. ¡Felicidades1

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