Reflejo pasado
IV Edición08 de junio de 2020Pensar, escribir, imaginar, hablar del pasado es situarse en el Otro. En ese que proyectamos lo que anhelamos, deseamos, soñamos, amamos u odiamos; en esa mujer, en ese hombre, en el que sus acciones se inscriben en el evento político o religioso; en la metáfora poética, en el acontecer histórico. Podemos pretender que nuestro viaje al pasado sucede a través de ideas o teorías que son intocables y que, con manos de cirujano, accedemos al hecho que resuelve la pregunta, y, por ende, al presente; pretendemos afianzarnos en la fragilidad científica, que con sus métodos, promete una certeza austera, estéril, saciadora de dudas urgentes.
La búsqueda debe situarse en las emociones de las personas del pasado, acudir al rastro sensorial, a las producciones que son esquirlas de un contexto y un imaginario que ya no está, pero que, por su testimonio, soportan el trasiego humano, el trasiego del tiempo. En definitiva, vamos a ese lugar de lo ya acontecido a través de otros, de sus racionamientos y emociones y es en la búsqueda de su reflejo donde insertamos las preguntas, nos posicionamos en sus comunicaciones para tratar de hilar la coherencia de un discurso que, si bien no devela la majestuosa verdad, si nos sirve para una interpretación entre muchas, nos acota el camino de un viaje que no se termina, donde lo único que tiene una certeza es el encuentro de nuevos lugares, de nuevas preguntas.
El Otro está ahí para Nosotros, como Nosotros Mismos para el Otro; “yo soy tú cuando soy yo” escribía Paul Celan, sin la necesidad de desviar demasiado el comienzo de desarrollo a una interrogante histórico-cultural, el rastro es la piedra, la corteza, el pergamino, el texto, el edificio, el monumento, la pintura, la música, el rumor y el reflejo en el otro.
Allí está el pescador desde su ribera mirando el mar y una embarcación que se acerca, una silueta contenedora de un motivo, que no es más que la alteridad, viene porque necesita algo, allí está la historiadora en su escritorio construyendo las bases de un sendero para la participación de su género en la representación de un mundo que la alteridad le ha negado, allí estamos todos en la búsqueda de respuestas para poder reflejarnos, para poder reconocernos en algo. Aquí estamos en el presente mirando el pasado, que se ha narrado o escrito siempre desde un presente, un reflejo borroso que traduce sólo fragmentos.
Si no buscáramos reflejarnos en otros, no podríamos pintar, cantar, bailar, escribir literatura, ni historia, ni poesía, ni filosofía, aprehender de otros paisajes y climas, del goce de todas las acciones que construyen el discurso histórico y que relevan el solipsismo autodestructivo de nuestra condición humana; no podríamos constatar nuestra existencia.
Heródoto escribe sus relatos desde la posición del testigo que observa a los otros, sus relatos son traducidos por otros a diferentes idiomas hasta llegar a nuestro escritorio; Matoaka (Pocahontas) entrega su devenir a la experiencia del Otro, y sufre en el transcurso del tiempo la reinterpretación de la simbología de sus acciones, por una sociedad necesitada de la aceptación en los ojos nativos; Vincent Van Gogh traduce la observación de su realidad a una nueva representación del paisaje, pero la otra realidad de los otros en su época lo acusan de demente;
El Espejo
Yo, de niño, temía que el espejo me mostrara
otra cara o una ciega máscara impersonal que
ocultaría algo sin duda atroz. Temí, asimismo
que el silencioso tiempo del espejo
se desviará del curso cotidiano
de las horas del hombre y hospedara en su
vago confín imaginario
seres y formas y colores nuevos. (A nadie se lo
dije, el niño es tímido.)
Yo temo ahora que el espejo encierre el
verdadero rostro de mi alma, lastimada de
sombras y de culpas,
el que Dios ve y acaso ven los hombres.
Jorge Luis Borges
En este caso, el espejo para el historiador es el presente, el que le pregunta, lo acusa y lo compromete; por eso la incesante búsqueda del otro.
Necesitamos del reflejo en los ojos del Otro, en su percepción, conciencia y análisis; el proceso de la historia se reduce a una acción cotidiana, comienza con elecciones particulares y distinciones muy cercanas y subjetivas a la persona que se introduce en su elaboración y. con inmediatez, requiere de las producciones de otro, de otros, necesita esos sentires de otras épocas para reelaborar la compresión de su ser, de su presente (que es pasado y expectativa al mismo tiempo), necesitamos la revisión del otro que nos percibe con angustias, preguntas y virtudes diferentes a las nuestras.
Sólo esos ojos extranjeros nos colaboran, y no porque sean una guía absoluta, sino porque es tanto en lo acontecido como en lo que acontece, aquello que nos descentraliza de los deseos y ambiciones que circundan el inmenso Yo con el que describimos o escribimos la historia, que no es más que el hoy, que no es más que la vida misma.
Hay que aceptar la diferencia, hay que aprender a diluirse en ella, así como cuando calla, hay que mantener la distancia y los artilugios del olvido, los que pueden hacer presencia. La historiadora o el historiador tienen el derecho de naufragar en sus certezas durante el tiempo que les sea necesario, vagar con solvencia por aquello que han considerado la verdad más clara a los ojos de sus esfuerzos e investigaciones, abandonarse al terreno seguro para reafirmar la validez de sus preguntas; pero cuando el tiempo inexorable cargado de otros acontecimientos sacuda sus realidades, en un acto de honestidad y conciencia deben repensar su presente, sin desfallecer hay que volver al plural, y observar a los otros, escuchar a los otros, sentir a los otros. Inmiscuirse de una manera obscena en el espacio que deja la ausencia de los que se van, por medio de sus testimonios o producciones, asentarse por segundos ahora sí, en los zapatos del otro.
A veces sólo parece que este intento de reflejo en el Otro es una carrera con el tiempo que todo lo desvanece; la memoria se cansa y el recuerdo que la habita lentamente se diluye, incluso, los rastros de ese alguien, de ese algo que estuvo aquí-ahí también se erosionan. De todas maneras, sólo podemos recurrir al reconocimiento de realidades, instaurados por siempre en movimiento perpetuo, con la sensación constante de aceleración tecnológica de ciudades que casi no duermen, en las que plantear el sosiego es un acto terrorista, las virtudes de la contemplación y la reflexión cada día que pasa son de más difícil acceso, el Otro está cerca en los instrumentos de la comunicación instantánea, pero está lejos de nuestra percepción, no sentimos su cuerpo, no olemos su piel, no nos alegran las expresiones de su ser.
Vivimos en las aglomeraciones (antes ciudades) bajo la sensación del agobio y la fricción en las calles, casi en la desaparición del Otro que camina a contraflujo nuestro, sensación de muerte del Otro ya que está enfrente, pero como obstáculo, eso que nos estorba en el camino ya no como alguna vez lo soñó el siglo XIX en Occidente: como un “individuo”. Parte de nuestra labor hoy es reinterpretar la ausencia del Otro que no está y cautivar al otro “presente” fastidiado por sí mismo, es casi un retorno a repensar la amistad.
Deberíamos bajarnos del tren y montarnos de nuevo en la canoa.
1 comment
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Un texto precioso. La resonancia siempre es asombrosa, en estos días ando leyendo a Nestor Braunstein “Memoria y espanto o el recuerdo de la infancia” y allí analiza la manera en que se va construyendo la “conciencia del yo” durante la infancia y el papel que juega o no la memoria en este proceso. Hay un capítulo titulado “Borges implora la ceguera” y Braunstein escribe: “El niño se escaparía de la crujía de los espejos si lograse espantarlos quitándoles el alimento que los nutre y que es la luz. El pequeño, solo, es impotente para eliminar a esa cómplice de los cristales, incidente e insidiosa, sibilina e invasora, que se derrama en el cuarto. Pero el Otro, acaso él sí, podría expulsar a la luz. Borges dirige -querría dirigir- a ellos, a los padres, una súplica extraña, paradójica, irracional. Haría falta mucha valentía para implorar semejante barbaridad, el tratamiento quirúrgico de su angustia. Es tan absurda su demanda que le es imposible formularla. Hubiera querido pedir a sus padres que lo pusieran en una habitación completamente oscura. Pero no se atrevía. Sus palabras se sofocan antes de ser pronunciadas. La angustia, la impotencia, no pueden tramitarse en un discurso que parecería inadmisible. Quedan informuladas, atosigadas. “No me atreví a decires que quería que me dejaran en una habitación totalmente oscura.” ¿Quién, que criatura, se atrevería a pedir la ceguera” ¿Donde está el niño que prefiere eliminar la luz a protegerse amueblando el mundo con la visión -antes aun de que se concretara la invención de Morel, la que hoy se llama televisión.”