Enemigo público
II Edición11 de mayo de 2020Si te es dado descender un instante en tu alma hasta las honduras que habitan los ángeles, lo que recordarás sobre todo de un ser al que has amado profundamente no son las palabras que ha dicho o los gestos que ha hecho, sino los silencios que habéis vivido juntos; pues sólo la calidad de estos silencios ha revelado la calidad de vuestro amor y de vuestras almas.
—El tesoro de los humildes, Maurice Maeterlinck
La ciudad se encuentra en un progresivo estado de silencio, al igual que ayer y lo más probable es que continúe mañana también. Un silencio que fue robado, hoy se impone vacilante con un aura de incertidumbre, cual enemigo del mundo contemporáneo el silencio reflexivo fue asesinado por la incansable industria dirigida por la eterna avaricia humana, y es que esta avaricia nunca encontró consuelo en las tersas sabanas del lugar sin ruido y optó por invadir todos los espacios, incluso aquellos donde en algún momento del tiempo fuimos por instantes apacibles individuos, lucidos, lúdicos, lúbricos y lujuriosos… amorosos. Claro, este silencio ya no es el mismo, seríamos injustos si le pidiéramos a éste, al de hoy que nos dejara siempre escuchar el mar, la lluvia, los pájaros, el viento acariciando con dulzura o cólera los árboles, los perros que se extrañan o los gatos que se aman, ya no podemos, este silencio actual es igual de neurótico y ecléctico que nosotros, además está condenado a ser sólo un rumor extraño y sospechoso, porque es lo único que sentimos cuando lo percibimos, “que raro, no hay ruido afuera”, “algo trama, está muy callado”. Aun así ha vuelto y se hace presente pero sólo escuchamos que trae consigo un susurro de muerte.
¡¡¡Somos unos idiotas!!! La maquinaria de la muerte siempre ha sido ruidosa y con estruendoso placer nos apabulla día a día sin oponernos, permisivos -como hemos sido por largos periodos- permitimos que nos arrebataran el silencio, que lo torturaran para sacarle toda su voz y nos lo regresaran con la boca cocida, que indolentes que somos, que prácticos e “inteligentes”, de nada nos sirve un silencio mancillado y doblegado, pero con ése nos conformamos, porque es justo ese ente vacío el que habita en nuestra intimidad. Dejamos que nos interceptaran el diálogo y ahora todo tiene que ser publicado, nos impusieron el éxtasis de la expresión acompañada de su mayor falacia, la libertad de expresión. Qué ingenuidad tan infinita, sacrificamos el espacio de la creación para canjearlo por la frívola posibilidad de decir en voz alta (publicar en cualquier tipo de red social) la primera e insulsa cosa que se nos ocurriera, como si todos y todas compartiéramos o estuviéramos dotados con el precioso regalo de un genio inconmensurable e instantáneo. Qué desconcierto, sin darnos cuenta les hemos entregado nuestra sensualidad y sosiego, porque negar y regular el silencio es acallar el espíritu, domar nuestro impulso vital.
No pretendo con esto denunciar lo ya denunciado o concientizar nuestra enfermiza concepción del sentido de la vida, es sólo un ejercicio sencillo sobre el prestar un poco de atención al silencio que se anuncia oportuno por la trágica manera de nuestro devenir, a esta cotidianidad no le caería nada mal un poco de no ruido, innecesario primero porque deberíamos tener un ápice de dignidad, de luto; segundo porque tal vez sea lo más positivo que en años nos ha pasado como sociedad “globalizada”. Sin exigirlo hemos reencontrado espacios de reflexión, el estar recluidos nos enloquece pero también nos permite recluirnos aún más y viajar por los silencios del ser, de nuestro ser, reeditar los espacios donde la intimidad se celebra a través de los “simples” placeres y abrazar con fortuna esta pausa autoinflingida. Sin embargo, no debemos olvidar que el silencio bello ya fue asesinado, que éste que tenemos es uno mutilado en estado crítico, que nuestra tendencia a la virtud es errática y se encuentra desprovista de motivos en común y de acción colectiva, que nos atrae el ruido de forma magnética porque la profundidad sublime del silencio la hallamos terrorífica y oscura, en suma estamos a expensas de un repentino infarto de inquietante sensibilidad, de algo que nos conmueva y revuelque el inerte tedio con el que decidimos abrigarnos. Pensamos que en la luz y el bullicio la frialdad de nuestros cuerpos estaría cubierta por el calor de otros, supuestamente acompañados en multitud decidimos apostar por diluir todo vínculo personal debido a un miedo irracional a cualquier faceta del compromiso, pero no del compromiso tradicional, sino del moral, ese en que asumes responsabilidades compartidas como la amistad. El silencio, aunque maltrecho, ha regresado para advertirnos sobre un mundo donde todo debe quedar vulgarmente expuesto, la vida, el amor, la muerte; depende de nuestro frío corazón el retorno al otro, a la oscura nostalgia de la noche, al amar en silencio.
Para Claudio
Deberíamos bajarnos del tren y montarnos de nuevo en la canoa.
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