LXIII Edición: Temporada de lluvias

La barda

Hugolina G. Finck y Pastrana*
(Ciudad de México, México)
Mención
III Concurso de La idea lista:
“Comensales Pandémicos”

Todo lo inició el perverso loco, que a todos volvió locos; nos sacó de rutina, de nuestra zona cómoda y disfrutada. Cada quién tenía diseñada su vida diaria con horarios relajados y con costumbres estipuladas. Cada humano disfrutaba de sus vivencias; cada ser, humano o mascota, gozaba de sus días, de sus comidas, sin percatarse de que se alimentaba en demasía y sin horario; se vestía al gusto de su comodidad sin saber que esto le producía alegría todo el día e incluso en la noche con el pijama y las frescas sábanas.

Todo era disfrute y el humano no lo sabía.

Llegó el perverso, el Odiador de la vida, el aborrecedor del bienestar humano, para apoderarse de la vida cotidiana y desbaratar la economía; para quitar el balance de tradiciones y costumbrismos, y provocar que los humanos no laboraran, que el trabajo se acabara, que el dinero no circulara.

¿Cómo era eso posible? ¿Cuán poderoso podría ser el Odiador? La Bolsa de Valores, la mundial, la pervertida balanza que todo lo manejaba: oro, cualquier metal; piedras preciosas, energéticos de todo tipo; vidas y sangre humana. Esa Bolsa de Valores estaba suspendida en la tenebrosa barranca del desconcierto porque ahí la colocó el Odiador.

Con su fiereza revestida de esfera con múltiples rayos, el Odiador estaba apoderado de ciudades y pueblos, de caminos, veredas, rutas aéreas y marítimas, de carreteras y vías férreas. El Odiador era, no el mandatario, ni el presidente, ni el rey… se tituló a sí mismo como el Emperador Universal y así se coronó.

Así lo miraban los profesionistas, empleados, sembradores, oficinistas, las amas de casa, vendedores de cualquier satisfactor… el Odiador se veía impasible y día a día se apoderaba de más y más vidas porque nadie podía atacarlo; ningún humano sabía con qué armas enfrentarlo para defenderse.

El único recurso que tuvo la humanidad fue el encierro voluntario; tendríamos un reposo forzoso, un aislamiento preciso. Cada humano se metió entre las paredes de su casa para convivir con los que nunca departía: pareja o dispareja, tíos y abuelos, hijos y demás parentela. Así lo hicieron todos. Absolutamente todos los humanos, en todo país de nuestra amada Tierra.

Flavia, la hermosa Flavia, la singular belleza que paraba el tránsito al caminar por las banquetas y que era admirada por todos, tenía “enemigas” mujeres que envidiaban su caminar, su desenvolvimiento, su belleza prístina y su elocuencia. Tenía pocas amigas y todas ellas le tenían rencor porque la naturaleza no las había dotado de hermosura tan admirable como la de Flavia. No la atacaban ni la criticaban, no contaban a nadie la pena de no verse con tal esplendor, eran buenas personas que sólo envidiaban, sin contar el motivo de su resquemor porque eran honradas y les daba vergüenza sentir tal emoción negativa.

La mayoría de la vivencia de Flavia era dichosa; en realidad ella no se percataba de la “envidia” que sentían por ella sus conocidas y amigas, y sí, para ella era evidente la admiración que los jóvenes y adultos tenían hacia su belleza. Siempre el espejo le devolvía una imagen de ella misma, esplendorosa, y no podía menos que compararla con cualquier efigie de sus conocidas.

Llegó el día obligado del encierro de multitudes, el Odiador estaba en todo lugar y ya se había llevado a su territorio a muchas personas.

Los padres de Flavia y yo, la abuela, habíamos hecho acopio de víveres y elementos de limpieza; ahora, llamando a los tres hijos (mis nietos) les comunicamos que todo estaba racionado. Nadie podría consumir de más, pan, sopa, ensalada, guisado, pasta y hasta el postre tendrían que ser servidos en pequeñas raciones. Los bebestibles también. Serían racionados los jabones de cuerpo y de cabello, lo mismo que la comida de las tres mascotas: el perico de Flavia, la gatita de la hermanita y el perrito del hermano mayor. Para las mascotas sólo dos comidas al día y para los humanos tres; nada de golosinas entre alimentos.

Los primeros tres días transcurrieron en el aburrimiento sin planeación; fue Angelita, la hermanita pequeña, quien sacó un rompecabezas de mil piezas que había guardado hacía dos años, cuando no hubiera podido resolverlo, y ahora con él en la mano le dijo muy solemne a su mamá:

–Quiero la mesita del rincón, ahí jugaré este rompecabezas. Espero armarlo en tres días.

–Oh, qué maravilla. Claro que tendrás la mesita y te aconsejo que después de colocar algunas piezas las cubras con esta gasa porque si no lo haces, llegará tu Mimosa, tu gatita y lo desbaratará.

Más tardó Angelita en colocar las primeras piezas de tal juguete que en llegar sus dos hermanos a mirarla jugar. Angelita lo hacía bien, pero las manos de Flavia y Camilo también querían ayudar. Las miradas de los dos, molestaban.

–Echen un volado, para saber quién tendrá la oportunidad de jugar con este rompecabezas cuando yo termine de armarlo y ahora vayan a otro lado, porque si lo armo frente a ustedes, aprenderán, y eso sería hacerse trampa. Vamos, ¡vayan a otro lado!

–Aquí tengo una moneda. ¿Águila o Sol? –preguntó Flavia.

–Sol– contestó Camilo.

Ganó Camilo y por tanto Flavia, desilusionada, se fue al pequeño jardín, quizá por allá pudiera mirar algunas mariposas. ¡Se ocuparía en contarlas!

El jardín, muy bien cuidado por toda la familia, tenía setos y macetas con multitud de variedades florales y arbustos cercanos a las paredes, tres de ellos eran hueledenoches, aromaban el jardincito y pasaban sus fragancias a la casa de junto.

Flavia se sentó a la sombra del limonero, apoyando su espalda en su tronco principal y se dispuso a contar mariposas; había dos especies, las blancas muy pequeñas y las lilas, algo más grandes. Calcularía en balance ¿cuáles serían más abundantes, las blancas o las lilas? Estaba atenta, mirando por doquier, cuando un paquetito de papel cayó cerca de ella; muy sorprendida se levantó para recogerlo y al mismo tiempo gritó:

–Hola. ¿Quién está al otro lado de mi barda?  

No obtuvo respuesta; abrió el paquete que estaba sujetado con una liga y miró que había pepitas de calabaza, saladas y peladas. Oh, oh, oh… era su botana predilecta. Antes de comenzar a comerlas, nuevamente gritó:

–¿Quién anda por allá? Agradezco, me imagino que es un regalo. ¿Quién me envía estas pepitas?  

No obtuvo respuesta; comió unas cuantas y comenzó a trepar por el limonero, quería mirar quién o quiénes le habían dado tan delicioso regalo.

El patio contiguo estaba desierto. Nadie estaba en él; Flavia miró muy bien, buscó y rebuscó con la mirada y también gritó:

–Vamos, salga usted de su escondite; le agradezco las pepitas; las comeré inmediatamente. ¿Podría usted decirme como corresponderle? Me gustaría enviarle cualquier cosa, sólo para departir.

No obtuvo respuesta. Bajó, se sentó a la sombra del limonero y se comió todas las pepitas.

Rato después se puso a tejer un sombrero de palma que podría ser usado por hombre o mujer, joven o adulto. Lo haría llegar al patio de junto para corresponder al regalo. Se apuró y por la tarde, se subió a la barda y aventó el sombrero gritando:

–Ojalá le guste mi regalo.

Entonces lo vio, vio que el sombrero, estaba siendo colocado por unas manos invisibles, en una cabeza invisible, se elevaba y ladeaba, como si aquella cabeza le diera las gracias. Estaba azorada. Casi cae al descender, corrió a la sala -en donde estábamos sus papás y yo- y con gran miedo relató lo que pasaba.

–Lo soñaste– dijo el papá.

–Te quedaste dormida en el jardín– comentó Camilo.

Angelita y la mamá sólo rieron.

–Te aseguro Flavia que no imaginaste -le aseguré- yo también he sentido a ese vecino.

Flavia me sonrió, metió la mano a la bolsa de su pantalón y ahí encontró la bolsa de papel en la cual habían estado las pepitas de calabaza.

Entonces la mamá comentó:

–Recuerda Flavia, hijita linda, esa casa ha estado deshabitada desde hace veinte años. Cuando nos casamos y venimos a vivir aquí nadie había y así ha estado desde entonces.

Flavia no insistió. Se puso pensativa.

Al otro día fue al jardín, se sentó bajo el limonero y una bolsita de papel llena de garbanzos salados y con chile piquín cayó a sus pies.

Flavia tejió una pulsera de palma y un brazalete también. Ahora el invisible se pasea por el patio de junto luciendo las tres cosas.

Mientras yo, la abuela, me alegro de que mi vecino no sólo platique conmigo, sino con mi nieta Flavia, esa jovencita que siente las ilusiones del mismo modo que yo las siento.

Al covid-19, no lo podemos mirar, sólo lo localizamos con microscopios electrónicos. Este virus es nocivo, es un malefactor.  

La mayoría de las veces, tampoco nos damos cuenta de que tenemos benefactores, no los miramos.

El Odiador está muy enojado, se llama orthocoronavirinae, quiere que los humanos estemos tristes. Con Flavia no lo logrará.

*Mi vida laboral comenzó como mecanógrafa de mi papá, Yo tenía diez años y él producía programas para la radio. Después fui publicista y por último me dedico a atender personas con diferentes discapacidades dando clases y terapias. De ocho años a la fecha escribo y envío mis producciones a los diferentes certámenes de los que me entero. Ya tengo publicadas alrededor de 900 obras entre ensayos, relatos, cuentos y poemas.

Créditos de la pintura: At the Fence (1895). Pierre Bonnard.

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