LXIII Edición: Temporada de lluvias

Bocado pandémico

Luis Gutiérrez*
(Ciudad de México, México)
2do lugar
III Concurso de La idea lista:
“Comensales Pandémicos”

Recorría la encharcada avenida Insurgentes a toda marcha con el viejo motor de mi Valiant del 76 rugiendo al borde del colapso. Sólo había puertas cerradas y banquetas vacías. Quedaban únicamente las huellas de los puestos ambulantes de comida: rectángulos de grasa negra en el concreto. Traía ya el cubrebocas como gargantilla y sudaba copiosamente. La ansiedad me tenía muy agitado. Sondeé la colonia Narvarte y me dirigí al Centro. No me podría fallar el grandioso Centro Histórico.

Cuando llegué, me percaté de que todo estaba cerrado. Casi parecía un pueblo fantasma. Los derrapones de mi coche en el asfalto mojado eran lo único que se escuchaba. En cada una de las calles aledañas al Zócalo, que solían estar llenas de vida, ahora no había nada. Recorrí todos los puntos en los que en cualquier otro momento habría encontrado alimentos a manos llenas, pero nada, ni siquiera en la Merced que fue donde probé mi primer taco de canasta.

Todo empezó en mi casa, hui cuando preparaba algo de comer. Hacía mi comida en la cocina con algo de culpa: una sopa de pasta instantánea, un sánduich de jamón y una cocacola. Sí, con culpa, porque empezaron a poner unas etiquetas negras en los productos alimenticios empaquetados que dicen lo dañino que es lo que te vas a comer; una mancha negra horrible. Por eso, comía con culpa, pero seguiré comiendo lo mismo, porque no hay dinero para nada más. Las verduras son muy baratas si se compran por separado, pero en cuanto te las venden como ensaladas se vuelven carísimas. Y ni pensar en preparar una. Mis habilidades culinarias se restringen a sacar una cocacola muy agitada del refrigerador, colocar una rebanada de jamón de caducidad improbable en un pan atiborrado de mayonesa y un pedazo de queso que corté con la misma cuchara con la que unté el pan, usando de plato una servilleta.

Al ver esa insalvable pieza artística, con media lonja de jamón colgando hacia afuera entre los panes y escurrida de mayonesa, insultándome, vino a mi paladar el delicioso recuerdo de los tacos de canasta. Ante la aparición de ese fantasma culinario, boté el sánduich con rabia —después de darle una mordida— y salí a toda prisa, no sin antes agarrar la cocacola. El encierro pandémico por fin aflojó el último tornillo cuerdo de mi cabeza.

La luz de los faros de unos cuantos coches que transitaban en la calle se descomponía entre las gotas de lluvia que se estrellaban en el cristal. En las ventanas sólo se dibujaban aceras desiertas en cada avenida. Mientras los limpiaparabrisas se restregaban lentamente contra el vidrio y emitían rechinidos prolongados, con un ritmo malicioso —casi burlón—, recordaba el aroma suculento de los tacos de canasta. Apenas, hacía unos meses, podían encontrarse a cierta hora en prácticamente todas las esquinas de la ciudad, pero ya no más. 

Cuando era niño, un día que estábamos en la Merced mi papá y yo, completamente hambrientos, él compró un taco de canasta de chicharrón y, cariñoso, me dijo: “Cómete la mitad rapidito que ya nos vamos”. En un principio, su apariencia grasosa no me incitaba a comerlo, pero al probarlo quedé conquistado por el curioso sabor y la archipicante salsa que mi papá tan amablemente había esparcido en toda la longitud del taco.

Conduje hasta Pericoapa, buscando tacos bajo la lluvia, desesperado y patético, sin poder consultar a nadie y sin saber si me contagiaría de covid. Mientras me lamentaba, me detuve en un semáforo y avisté a una parejita besuqueándose a un costado de la calle bajo el toldo de una tienda cerrada. Algo en aquella imagen me decía que no les importaba contagiarse, no sé si era porque no usaban cubrebocas o porque trataban de auscultarse las amígdalas con la lengua. Entre tanto, me vino el recuerdo de que a mi exnovia no le gustaban los tacos de canasta, a pesar de que su abuela se regodeaba de ser conocedora de ese tema culinario.

La abuela de mi exnovia decía que los tacos de canasta habían nacido en Tlaxcala. A mí poco me importaba su origen, me los comía sin empacho. A la señora le encantaba contar historias rarísimas. Una de las más exóticas que le oí fue que, en la tierra de su madre, había una leyenda que decía que los eclipses ocurrían porque una colonia de hormigas xulab trataba de devorar al Sol. Era una pieza digna de análisis antropológico ver a la señora durante un eclipse porque seguía el rito marcado para tal evento que consistía en hacer un escándalo. Se ponía a cantar cualquier cosa mientras golpeaba puertas, daba de cucharazos en la mesa, aplaudía y demás cosas con la finalidad de que el ruido ahuyentara a las hormigas y el Sol se salvara. En realidad, nunca entendí la razón que tenía ella para seguir tradiciones yucatecas, cuando ella había nacido en Tlaxcala y ahora radicaba en la Ciudad de México. Pero lo que sí entendía era que su nieta se obsesionó con nuestro rompimiento.

Yo ya no sabía ya qué hacer ni a dónde ir, así que conduje de regreso a casa. Al pasar por Ciudad Universitaria, recordé con nostalgia que antes había al menos una decena de taqueros en bicicleta repartidos en distintos puntos de la UNAM. Decidí ir al viejo punto de encuentro de todos aquellos estudiantes con hambre y poco dinero frente a la Biblioteca Central para llevarme al menos una grata memoria de todo este drama. Estacioné el Valiant e hice la ruta a pie.

La lluvia había cedido y el Sol de la tarde se abría paso entre algunas nubes. Todo era tan silencioso. Me detuve frente a la entrada de la biblioteca y, tras suspirar hondamente, escuché una risa cadenciosa que iniciaba como un estruendo disminuido y era acotada en segmentos por ronquidos que parecían los sonidos nasales de un cerdo. Tras localizar la fuente de esos espantajos sonoros pude percatarme de que se trataba de un taquero revisando su celular. No podía creerlo. Se veía como un rey medieval, montado en su corcel de metal, blandiendo su celular y coronado por una gorra de visera curva. Y ahí, colgando del manubrio de su corcel, brillaba el santo grial hecho canasta y envuelto en plástico azul, con su frasco de salsa amarrada en uno de sus costados.

Corrí hacia él y le pedí treinta… de papa, bistec, chicharrón, frijol y adobo. No podía con tanta felicidad. En lo que envolvía mis tacos para llevar, el taquero me preguntó si no quería probar un sabor especial. Sin prestar mucha atención a lo sospechoso de su propuesta le dije que me pusiera cinco de esos también.

—No, no. De ésos, sólo doy uno, joven. Está hecho con unos escamoles singulares. ¿Quiere probarlo?

Que dijera eso sólo me dio más hambre así que le dije que sí con impaciencia. Enseguida, al tiempo en que balbuceó algo que no entendí, levantó el plástico de un lado de la canasta y abrió un compartimiento del que sacó un taco envuelto en papel.

—Tenga. Sólo no lo coma a luz del Sol, porque es de mal augurio.

Para cuando dijo eso, yo me había zampado la mitad; hasta le había vaciado encima una descomunal ración de salsa. Sabía a un taco de salsa con un delicado toque dulce al final.

—¡Joven, pero qué hizo!

El taquero buscó desesperado al Sol en el horizonte y yo lo seguí, engullendo más lentamente mi taco.

¡Xulab, xulab, xulab!

El taquero no paró de decir esa palabra y, mientras masticaba, recordé los disparates de la abuela de mi exnovia pero no estaba seguro de por qué me sonaba tan familiar esa palabra. En pocos minutos, unas pequeñas manchas aparecieron en el horizonte. Se movieron frenéticas hacia el Sol y comenzaron a cubrirlo. El taquero estaba hecho un orate, se puso a cantar, zapateaba en el piso, aplaudía, chiflaba, y yo lo miraba muy confundido mientras comía.

De pronto, de entre unos matorrales que estaban cerca de nosotros, salió mi exnovia totalmente enloquecida, diciéndome que el taquero me advirtió que eran escamoles de hormigas xulab, que yo nos había condenado, que seguía siendo igual de egoísta y no sé qué más, todo mientras zapateaba el piso. Sabía que se obsesionó con nuestro rompimiento, pero esto era el colmo.

El taquero y mi exnovia, trastornados, me gritaban cosas ininteligibles. Los miraba y luego miraba al Sol siendo devorado por las xulab legendarias y, enseguida, miraba el papel grasoso en mis manos. Y no entendía cómo no me quedé en casa a comerme mi insípido sánduich con exceso de sodio y grasas saturadas. Estábamos por presenciar el apocalipsis en mitad de la pandemia. Y yo, con los ojos hundidos en el papel de mi taco, en un pasmo y tratando de rescatar con la lengua los sabores en mi paladar, no podía creer que la salsa del último taco que me comí en vida no picaba un carajo.

*Actualmente, me desempeño como corrector de estilo en la Dirección de Educación Virtual del IPN. Me he desenvuelto en los rubros editorial educativo y de educación en línea como corrector de estilo, lector de pruebas, editor, traductor, redactor de materiales didácticos digitales y evaluador de productos de aprendizaje. Formé parte del equipo de la publicación electrónica El acto no es… Generación del Vacío y estudié Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Créditos de la pintura: Eclipse of the Sunflower (1945). Paul Nash.

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