LXIII Edición: Temporada de lluvias

Extraño ese restaurante…

Ada Charmaine Torres Uribe*
(Michoacán, México)
Mención

III Concurso de La idea lista:
“Comensales Pandémicos”

Extraño cuando, en verano, recorría la carretera cubierta de hojas, porque a ambos lados del pavimento había árboles grandes con follajes espesos. Todos íbamos juntos. Toda la familia.

Recuerdo que había campos de cultivo… Sí. Los recuerdo. Podía verlos a corta distancia porque, para llegar a nuestro destino, pasábamos cerca de las áreas limítrofes, donde los cerros deslumbraban por un verdor esmeralda a los transeúntes.

Cuando llegábamos al restaurante, sin importar que a las afueras del edificio pasaran carros y camiones llenos de grava o maderos pesados, yo podía escuchar las copas de los árboles revolotear y oír las ramas crujir por el viento fresco y frío.

Recuerdo que dijeron que sólo sería una cuarentena, pero estoy confundida.

Pensé que, cómo lo indicaba el nombre, sólo serían cuarenta días. Ya perdí la cuenta.

¡Ni siquiera recuerdo en que mes comenzó todo!

Siempre me consideré una persona tranquila, mis familiares también lo son. Yo disfrutaba del sosiego de un cuarto invadido por música clásica, con gatitos jugueteando entre los muebles y unos cuantos chocolates provocativamente posando en mi escritorio.

Pero lo que está ocurriendo me hizo recapacitar. Había olvidado que también salía y que lo disfrutaba; pero mis placeres eran tan simples que no me percaté hasta ahora de su valor. No sabía lo que tenía hasta que…

Extraño ese restaurante. Extraño su fachada naranja, sus mesas rústicas, su pequeña cantina con mesas de bar para quienes gustan de una bebida atrevida, su temática del Porfiriato: había cuadros con fotos antiguas de esos años, muchas eran de Porfirio Díaz y los muros estaban decorados con utensilios de metal anticuados pero en buen estado. Era como si el dueño hubiera adornado el restorán con sus reliquias familiares. Tenía amplios ventanales a la derecha para que los clientes vieran el estacionamiento al aire libre y hay un gigantesco segmento de entrada, donde siempre, entre las mesas, nos sentábamos. El lugar era helado, pero la gente del servicio y los otros comensales lo volvían cálido. Y, creo que había… sí, lo recuerdo, había dos candelabros de madera, imponentes y toscos; con sus velas todavía colocadas en sus ranuras y estaban sujetados por cadenas al techo.

Es un lugar agradable en cuanto a su imagen, pero lo que más extraño es su comida.

No soy alguien que varíe en gustos, soy remilgosa, selectiva y rutinaria, pero así es cuando lo que pides hace feliz a tu estómago. Siempre que iba pedía lo mismo, a excepción de unas cuantas veces en las que probé uno que otro platillo. Pedía una hamburguesa.

La recuerdo y se me hace agua la boca y puedo jurar que huelo el vaho de la carne cocinada, el queso amarillo y papas a la francesa.

Me gustaba ese restaurante porque nunca sirvieron platos miserables o recalentados, porque podías ver un pan rollizo, carne gorda y jugosa, un queso que se derretía hasta derramarse por los bordes de la hamburguesa, lechuga verde y fresca untada con mayonesa y a su lado, posando atrevidas, muchas papas fritas con orillas doradas y eran suaves y crujientes al comerlas. Acompañaba mi plato con un refresco de cola con hielo o, a veces, pedía jugo de mango o durazno.

Se me podría argumentar que si extraño tanto un platillo tan sencillo como ese ¿por qué no lo hago yo?

La respuesta es porque no se trata sólo de la comida. En cada sartén y en manos de otros cocineros proporcionan matices tan distintos que hacen de cada platillo diferente y disfrutable.

Lo que puedo hacer yo no sabe igual porque bajo las presiones y deberes cotidianos la comida se vuelve obligación y el cansancio y la falta de trabajo en esta temporada hace que comas lo que encuentres en la alacena o el refrigerador.

Es diferente a cuando te desplazas y llegas a un restaurante para que te atiendan. Te sientes importante. ¡No me lo pueden negar!

No sólo se trata de los ingredientes —que pueden ser los mismos, tanto en mi hogar como en el establecimiento—, no sólo se trata del cocinero en turno; el lugar también procura el sabor de la comida.

Además, nadie puede ocultar el gusto que se experimenta cuando eres servido, sin preocuparte de nada, ni de la cocción del alimento, ni de salir a comprar los ingredientes, ni mucho menos de limpiar la suciedad en el plato cuando se termina.

La comida no sabe igual en un lugar que en otro y si bien, antes podía degustar otras comidas caseras y salir a aquel restaurante cada que el trabajo redituaba abundantemente, ahora ni eso puedo disfrutar.

El trabajo disminuyó, casi desaparece.

Antes, salir a comer era un lujo, ahora es un recuerdo que se volvió sueño.

Si bien he sido de las personas afortunadas, que todavía sigue en pie, con el único soporte que es la salud y la juventud, otros no tuvieron la misma suerte.

Los mercados con sus comidas, verduras, frutas, carnes y todo cuanto el paladar se le antoje, se han vuelto evasivos. No abren por mucho tiempo y los compradores también disminuyeron. La comida se desperdicia porque no hay quien la consuma. Porque hace mucho más de cuarenta días casi todos aguardamos encerrados en nuestras casas.

Las calles también se ven vacías. Sólo por una que otra alma errante de las que viven el día a día y que buscan piedad en algún comprador que se lleve su producto, pero son ingeniosos, nada más empezar la pandemia ya tenían muchísimos modelos de cubrebocas disponibles y ofrecidos al por mayor.

Sólo estando confinada me di cuenta de que sí salía, aunque fueran unas cuantas veces: lo desprecié en su momento y ahora extraño esa libertad.

Si tan sólo hubiera un indicio que dijera que todo volverá a lo que era antes, sonreiría alegremente y guardaría un poco de mis ganancias para volver al restaurante. Pero no hay nada que lo afirme, ni las noticias, ni los periódicos, ni las páginas de boletines, nada. Hasta lo que hacemos ahora: llevar cubrebocas, lavarnos las manos ante cualquier contacto con objetos y mantener la distancia entre todos. La han llamado “la nueva normalidad”.

Y de nuevo estoy confundida. Primero fue la palabra “cuarentena” ahora “normalidad” ¿Pero normalidad no significa normal, algo común, algo que siempre está presente en todos lados? ¿Y nueva?

Eso significa que todo cambio y que las cosas no serán iguales de aquí en adelante, que tendré que acostumbrarme a la nueva vida y los demás también.

A pesar de la determinante nueva normalidad no he perdido la fe. Si algo tiene el ser humano es que es adaptable y fuerte y que ha sobrevivido a peores calamidades y a no sé cuantos presagios de fin del mundo.

Aunque le llamen así, no es para siempre, sé que esto es pasajero y que cuando la vacuna aparezca y se vuelva mundial, muchas cosas renacerán. Lo mismo que nuestra percepción y valoración hacia ellas. Esta vez disfrutaré más de mi libertad sin olvidar mi responsabilidad.

*Escritora fantasma en la compañía estadounidense HotGosthWriter desde el 2019.Con más de cinco libros de no-ficción escritos para los clientes de la empresa. Estudiante de lengua y literatura en la universidad IEU de Puebla. Actualmente radica en H. Zitácuaro, Michoacán, México.

Créditos de la pintura: Interior of a Restaurant (1887). Vincent Van Gogh.

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