Cuando Calderón me puso la piel chinita
XI Edición (Temática: Nacionalismos y banderas)15 de septiembre de 2020Como reporteros debemos mantenernos objetivos y no mezclar nuestras emociones gustos o posiciones políticas para poder narrar los hechos que vemos.
Puede gustarnos mucho el discurso, personaje, hecho, presentación al que acudamos como reporteros pero ante todo hay que mantener la ecuanimidad… es chamba. Incluso una crónica no debe llevar adjetivos desbordados de pasión (del reportero).
Pero a veces, por más que uno quiera, el sentimiento nos rebasa. Y eso me pasó en el Grito de Independencia en las fiestas del Bicentenario. ¡Sí, lo confieso, el Viva México de Felipe Calderón y las miles de personas que estuvieron esa noche en el Zócalo me pusieron la piel chinita!, como ningún grito me había causado antes.
Será que fue mi primera vez en un Grito de Independencia en vivo, siempre lo había visto desde el sillón de la casa de mi tía Dioselina en Xochimilco, después o durante la cena de un buen plato(s) de pozole.
La tradición dicta que cenamos y antes de las 11 de cada 15 de septiembre mi primo quita la música y sintoniza la transmisión del grito por el Canal 2. Todos lo vemos y los más pequeños, mis sobrinos, gritan y se emocionan.
Ese 15 de septiembre de 2010 me tocó por primera vez trabajar y cubrir un grito, que no era cualquiera sino el del Bicentenario. Después de más de dos horas de desfile y espectáculo -que ya había visto en un ensayo general previo- llegó Calderón.
En las pantallas podíamos ver como el presidente recibía la bandera y caminaba hacia el balcón central de Palacio Nacional desde donde el mandatario en turno da el grito (Adolfo López Mateos en 1964, su último año de gobierno decidió trasladar la arenga a Dolores Hidalgo, Guanajuato. Sería Salinas quien regresaría la celebración al DF en 1988).
No les voy a decir que recuerdo el orden de los vivas que gritó esa noche Calderón, pero sí recuerdo que después de horas de estar parada, sentada, y esperando desde la azotea de uno de los edificios del Gobierno del Distrito Federal, el más cercano a Palacio Nacional, lo único que quería era que Calderón gritara para irme a cenar o a seguir la fiesta en un lugar más animado.
Entonces inició la ceremonia. La gente gritó y aplaudió, era una ola de gritos animosos y sonido de cornetas. Calderón salió, tocó la campana y la gente calló para escucharlo. Vivas a Hidalgo, Morelos, Josefa Ortiz, Allende, Aldama, entre otros personajes históricos.
A cada nombre seguía un sonoro ¡viva! de los asistentes, miles que por unos momentos se olvidaron de posiciones políticas, del cansancio, de las horas que llevaban ahí apartando lugar, de la leve lluvia que había caído durante la tarde.
En ese momento, todos vivíamos nuestros cinco minutos de patriotismo, pero no ese que sale cuando gana la selección, sino el que, queramos o no transmite la figura presidencial como guía del país.
Si no mal recuerdo fueron tres arengas de ¡Viva México!, en la última, Calderón se tomó el tiempo para dar el último viva. Desde la azotea donde estaba (y por las pantallas) podía ver cómo la gente alzaba el brazo y ondeaba sus banderas al responder “viva”.
Fue una fiesta de cuatro minutos, después el himno – no menos impresionante – cantado por esos miles.
Sí, sentí un nudo en la garganta, es muy diferente estar ahí que verlo por televisión, pues en todos los años de mi vida que lo he visto el grito es una ceremonia más, un protocolo que siempre ha estado bajo mi ojo crítico (y criticón).
Bueno, mi secreto ha sido revelado: en plena cobertura me ganó el sentimiento. No lo escribí, no di entonces a los lectores una crónica con adjetivos exacerbados. El último grito de Calderón no me pareció – visto desde televisión – tan sentido como el de entonces.
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